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El sistema mundial capitalista, nacido en el siglo XVI en Europa y dominando el mundo desde entonces, se divide en tres categorías de países y regiones: los centrales, los semi-periféricos y los periféricos. Cada uno de ellos se define por el poderío militar, la capacidad de generar tecnología propia y la relativa ventaja o desventaja en los flujos financieros y comerciales a través del mundo.

Por Alejandro Portes (*)

La relativa posición de países y regiones puede variar dentro del sistema, aunque éste permanece estable. Así España, potencia central en el primer ciclo de acumulación capitalista, fue posteriormente descendiendo hasta convertirse en país semi-periférico en el siglo XIX. De la misma manera, los Estados Unidos, colonia británica por tres siglos, fue ascendiendo a partir de su independencia política hasta convertirse en centro del sistema mundial a partir de la primera guerra mundial.

Algo parecido podría haber ocurrido con la Argentina, pero no fue así. Aunque hacia fines del siglo XIX el país se aproximaba a los centros del sistema mundial por su poderío económico, una serie de desventurados eventos y crisis políticas en el siguiente siglo mantuvieron a la nación firmemente anclada en la semi-periferia, amenazando incluso con empujarla hacia los niveles inferiores del sistema mundial. Tal resultado no ocurrió, pero el país nunca logró acceder al reducido círculo de las potencias centrales. Es cierto que su posición geográfica no ayudaba al encontrarse a gran distancia de los centros del sistema en Europa y América del Norte, pero también es cierto que otros países con la misma desventaja geográfica sí lograron consolidarse como parte integral del sistema dominante. Tal es el caso de Australia y Nueva Zelandia.

La diferencia radicó en la calidad de las instituciones y a su continuidad y predictibilidad a través del tiempo. Desde su consolidación en el siglo XVIII como factor único y dominante en el mundo, queda claro que al capital “no le gustan” las sorpresas ni los rompimientos institucionales y que huye de ellos, prefiriendo invertir y consolidarse en aquellos países y regiones que ofrecen estabilidad y garantías fiables. Tal es el caso de Australia y Nueva Zelandia, países que copiaron casi integralmente el marco legal e institucional inglés y precisamente lo opuesto a la Argentina, cuya historia –como señala Alejandro Grimson (2012)– se caracteriza por la discontinuidad institucional y repetidos cambios de rumbo.

Sea como fuere, la condición de semi-periferia de la Argentina se asocia a dos características importantes en relación con los flujos migratorios hacia ella. Primero, no ocurren al mismo tiempo que en los países centrales y, en general, toman más tiempo en surgir y consolidarse. Segundo, en su condición de integrante intermedio del sistema mundial, el país es a la vez receptor y expulsor de migrantes. Conviene explicar más en detalles ambas características.

Las grandes migraciones que acompañaron la constitución del sistema mundial en los últimos quinientos años comprenden cuatro tipos principales: a) las migraciones de colonos europeos; b) las migraciones de esclavos africanos; c) las migraciones “reclutadas” de trabajadores de Europa y Asia; d) las migraciones “espontáneas” desde países periféricos en Asia, África y las Américas.

Las migraciones de colonos siguieron al descubrimiento de América en el siglo XV y su posterior colonización por parte de España, Inglaterra, Francia y Portugal. Se trata de desplazamientos de población de las metrópolis europeas destinados a ocupar las nuevas colonias, desplazando o esclavizando a la población nativa. Todas las potencias europeas confrontaron el problema de cómo poblar los grandes territorios ocupados en las Américas y posteriormente en Asia y África y lo hicieron incentivando a sus propios habitantes a desplazarse hacia ellos (Arrighi, 1994).

El exterminio de las poblaciones nativas por su explotación o por enfermedades europeas contra las cuales no tenían defensa condujo al derrumbe demográfico de las Américas en los siglos XVI y XVII.

Frente a ese hecho y la imperiosa necesidad de reemplazar a los nativos desaparecidos por otra fuerza laboral, las potencias europeas recurrieron a la importación masiva de esclavos de África. El desplazamiento de esclavos de África a las Américas se constituyó de esta forma en la migración laboral predominante en el mundo por tres siglos –desde el XVI hasta mediados del XIX–.

El fin de la trata negrera en el siglo XIX, debido a la evolución ideológica de los países europeos y la menor necesidad económica de esclavos por la potencia dominante (Gran Bretaña) conllevó una disminución de las migraciones laborales a nivel mundial por algunas décadas. Sin embargo, el desarrollo industrial en la segunda mitad de ese siglo y a principios del XX generó nuevas necesidades de mano de obra que esta vez no podían llenarse con esclavos. Las grandes empresas y los gobiernos recurrieron entonces al reclutamiento deliberado entre las masas campesinas de la periferia del sistema capitalista –en Italia meridional, Polonia, Rusia, Turquía, etc.–, ofreciendo incentivos económicos y transporte gratuito a través del Atlántico. Tal fue el origen de las grandes masas inmigrantes que nutrieron el desarrollo industrial norteamericano durante ese periodo e hicieron posible el crecimiento de las haciendas cafeteras en el sur de Brasil pese al fin de la esclavitud (Tilly, 1978; Thomas, 1971; Portes y Walton, 1981).

En India y China también se reclutaron trabajadores para suplir la mano de obra esclava en las plantaciones de Centroamérica y el Caribe y para la construcción de los ferrocarriles trans-continentales en América del Norte. La Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de los años treinta pusieron fin a esta fase de las migraciones globales. Aunque el reclutamiento deliberado de trabajadores continúa hasta nuestros días, ocurre en mucha menor escala que hace apenas un siglo.

La etapa siguiente consistió en el movimiento “espontáneo” de inmigrantes, esta vez no reclutados pero que vienen por su propia cuenta atraídos por los mejores salarios y las mejores condiciones de vida en los países centrales (Portes y Rumbaut, 2014; Castles, 2004). La creciente integración del sistema mundial ha llevado esta información, así como nuevas expectativas de consumo, a los países periféricos y, expulsados de los mismos por la pobreza y opresión política, buena parte de su población se auto-motiva a buscar mejores condiciones a través de la migración, legal o ilegal, a las naciones avanzadas.

De este modo, los países centrales ya no necesitan esclavizar trabajadores ni reclutarlos, sino que se hallan en la más cómoda posición de regular flujos auto-iniciados desde la periferia. En el momento actual, estos flujos alcanzan tal tamaño que amenazan la integridad cultural e institucional de los países receptores y se torna entonces necesario reducirlos o suprimirlos del todo (Freeman, 1995; Hollifield, 2004; Portes y de Wind, 2004).

¿Pero esta síntesis de los grandes movimientos migratorios a través de los siglos, qué tiene que ver con la Argentina? Ocurre que cada uno de los tipos mencionados tuvo su equivalente en el Cono Sur de las Américas, pero de forma atenuada o con propósitos distintos a las ocurridas en los países centrales del sistema mundial. Primero, se dio un movimiento colonizador desde España hacia las Provincias del Plata que creó ciudades y organizó la producción agrícola y ganadera de la región. Sin embargo, tal colonización no ocurrió con el mismo ímpetu y los grandes números de migrantes que acompañaron la ocupación de otras colonias europeas, inclusive las de la propia España. La relativa ausencia de metales preciosos y de condiciones adecuadas para la creación de plantaciones cafetaleras o azucareras restaron incentivos a la migración masiva de colonos a partir de la península ibérica (Hardoy; Morse).

De la misma manera, aunque hubo migración de esclavos africanos hacia el Río de la Plata, este movimiento nunca alcanzó la magnitud de los registrados en el Caribe o hacia las plantaciones algodoneras en América del Norte y cafetaleras en Brasil. La producción ganadera y triguera de la pampa no requirió de grandes fuerzas laborales ni de explotación intensiva, como ocurrió en las plantaciones azucareras de Cuba y las “fazendas” cafetaleras del Brasil. De esta forma, la contribución africana a la composición demográfica de las Provincias del Plata quedó reducida a mínimos, salvo en provincias del noroeste colindantes con el Brasil.

La segunda mitad del siglo XIX fue testigo de un vigoroso esfuerzo por parte del Gobierno argentino por reclutar inmigrantes de Europa. Pero, aunque, superficialmente, tal esfuerzo se asemeja al que ocurrió durante la revolución industrial en Norteamérica, su propósito fue fundamentalmente distinto. Se trataba de poblar un país vacío precisamente por la debilidad de los flujos colonizadores en la etapa colonial. Para Sarmiento, “gobernar es poblar”, es decir, suplir la debilidad demográfica heredada de los siglos anteriores a través de grandes flujos colonizadores a partir de Europa. Sólo a comienzos del siglo XX comienza a surgir una industrialización incipiente que pudo hacer uso de parte de los flujos europeos pero, fundamentalmente, éstos se dirigieron a corregir el atraso demográfico debido a la debilidad de los movimientos colonizadores a partir de la metrópolis colonial.

La industrialización tardía en la Argentina, iniciada a principios del siglo XX y que toma fuerza a partir de la segunda guerra mundial, sí se asocia con el tipo de inmigración espontánea predominante en los centros del sistema mundial en el mismo periodo. Mientras tales flujos surgen de México y el Caribe con destino a los Estados Unidos y sus antiguas colonias a Inglaterra y Francia, en la Argentina provienen de los países periféricos limítrofes. No fue necesario enviar demasiados “enganchadores” a Bolivia, Paraguay o Perú para que surgieran movimientos migratorios hacia el Río de la Plata en busca de empleo en las nuevas industrias y en la construcción.

La relativa paralización del proceso de industrialización argentina asociada al fin del modelo de sustitución de importaciones y su sustitución por el nuevo modelo neo-liberal a final del siglo XX se asoció, predeciblemente, a una disminución de los flujos laborales a partir de los limítrofes, aunque la población inmigrante ya asentada en el país rara vez regresó a aquéllos. El surgimiento de Chile como el país económicamente más exitoso de la región ha conllevado una re-canalización de flujos migratorios desde Bolivia y Perú hacia el nuevo polo regional de crecimiento (Wormald y Brieba 2012).

El estancamiento industrial argentino y la imposibilidad de transcender su condición de país semi-periférico también se ve reflejado en la emigración de argentinos –en general profesionales y técnicos– hacia los países centrales, los Estados Unidos y Europa Occidental (Portes y Rumbaut 2014). Tal pérdida de capital humano no se ha visto compensada hasta el momento con un flujo de inversiones y transferencia de conocimiento por parte de las comunidades de profesionales expatriados, como ha sido el caso de China, India e Israel (Saxenian, 2006). Como país semi-periférico, la Argentina es hoy en día y simultáneamente receptor y expulsor de migrantes. Los flujos laborales que recibe han disminuido a partir del estancamiento económico e industrial, mientras que los que expulsa se ven reforzados por las repetidas crisis sufridas en tiempos recientes.

La inesperada llegada de contingentes de venezolanos, iniciada por la desesperada situación de ese país, introduce un elemento novedoso en la situación actual. Es probable que si la crisis venezolana logra resolverse a corto plazo, estos refugiados regresen a su país. De no ser así y de asentarse definitivamente, es posible anticipar una contribución positiva de este nuevo contingente de migrantes a la Argentina dado su relativamente alto nivel de capital humano. En el corto plazo, las medidas aconsejables para las autoridades serían facilitar la incorporación social y económica de estos refugiados a la sociedad argentina y a la vez procurar articular canales de comunicación con las comunidades de profesionales argentinos en los Estados Unidos y Europa para estimular sus inversiones, transferencias de conocimientos y su eventual retorno al país. Tales contribuciones por parte de otros contingentes de expatriados de alto capital humano han conllevado resultados altamente positivos para el desarrollo económico y científico de las naciones de origen (Saxenian, 2006; Zhou y Lee, 2015).

A través de la historia del sistema mundial capitalista a partir del siglo XVI, las migraciones han representado un factor importante en el desarrollo económico y la composición demográfica de países tanto del centro como de la periferia. Como parte integral del sistema, la Argentina no ha escapado ni escapará a tal influencia.

(*) Profesor en las universidades de Princeton, Miami.
Fuente: El Entre Ríos Edición Impresa

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