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En un mundo en el que la mayoría opina de todo sin saber

Nos estamos refiriendo precisamente, al “pensar en voz alta” en el sentido estrictamente literal de la expresión, y no al “hablar en voz alta” con la que se la confunde mal interpretándola.

Dejemos de lado así, el caso de personas, a las que por verlas y escucharlas hablar solas las tomamos por locas, y cuando menos, en lo que es un pretencioso y a la vez grosero diagnóstico, consideramos que están mal de la cabeza. Craso error, porque la psiquiatría, según dicen, enseña que aquellos a quienes se los escucha hablar de esa manera no necesariamente están locos.

De allí que no resulta extraño que esté presente otra corriente que considera que “pensar en voz alta es también llamado habla privada”. Son los que aclaran, en sustento de su tesis, que “a medida que crecemos y maduramos, el pensar en voz alta es internalizado y el habla cambia a comunicarse con otros para concluir observando que “tendemos a usar solo frases y oraciones incompletas en el habla privada”.

A la vez existen investigadores de reconocida fama, como el profesor de una universidad inglesa, que sostiene que pensar en voz alta es un método eficaz a la hora de resolver problemas lógicos y de memoria. Y que incluso llegó a afirmar que “pensar en voz alta nos ayuda a centrar la atención y mejorar la concentración”, para en seguida pasar a explicar que “el silencio puede impedir que algunas ideas salgan a la luz”.
Nada más porque nos parecen palabras no exentas de belleza, traemos a colación un concepto sesgado sobre el tema, que al final da la impresión de que termina yéndose por las ramas, de un comentarista de Platón.

El que ha escrito que para aquél “si el pensar es el diálogo del alma consigo misma, pensar en voz alta habrá de significar dialogar en público: dialogar ante y para los demás. Pero, a fin de evitar el peligro que ese presunto diálogo se quede en un engañoso monólogo de ventrílocuo, nada mejor que invitar a participar en él no a un imaginario interlocutor sino a alguien real, efectivo, que enriquezca la palabra inicial con el contrapunto de otra que vaya modulando y potenciando la aportación originaria”.

Esta reflexión, de la que no podemos negar su valor nos sirve, en cambio, no para contentarnos con ella sino para meditar lo mal rumbeados que estábamos al avanzar en esa dirección.

Porque al aludir al pensar en voz alta, estábamos en realidad queriendo referirnos a aquéllos que al pensar en voz alta, terminan diciendo lo primero que se les pasa por la cabeza. Personas “sin filtro”, como comúnmente se las conoce.

De allí que resulte útil introducir las reflexiones que al respecto ha hecho un ensayista en una nota periodística al sostener que “cuando se piensa en voz alta con inusitada frecuencia, se corre el riesgo de que se caigan las palabras de la boca y ya no sea posible recogerlas”. Algo que lleva muchas veces, a que en la vida cotidiana de la gente surjan problemas de convivencia, pero en las cuestiones de Estado puede ser una causa de beligerancia innecesaria y de turbulencias evitables que afecten directamente a las expectativas racionales de los ciudadanos”.

Todo lo que resulta explicable, dado que cuando solo se piensa en voz alta, sin reflexión previa ni discernimiento oportuno, se comete el error de improvisar, lo que, si bien es habitual, puede afectar a la gobernabilidad, ya que repitiendo lo leído sobre el tema, se trata de una costumbre que genera inestabilidad política e incertidumbre económica, las que impactan negativamente en el comportamiento de una sociedad. Y no hablar del caso que quien habla de ese modo es un mentiroso consuetudinario.

De donde, según se ha dicho “lo correcto y acertado es madurar las ideas y someterlas al escrutinio público para que tengan una base sólida; y las personas que piensan en voz alta no están tan locas como podría parecer.”

Casos de este tipo hay muchos. Porque se da la coincidencia, la explosiva coincidencia, de un cerebro confundido y de una lengua que no para de hablar. Y si esto es frecuente en personas comunes, pareciera ser un verdadero síndrome que da la impresión que se despierta en algunos funcionarios públicos y en políticos cuando les pone un micrófono delante y sobre todo cuando ese micrófono se multiplica y se le añaden cámaras y un conjunto de otros artefactos, mientras el entrevistado, por lo general, no para de hablar, aunque se le haya paralizado la cabeza.

De allí que no pueda ser más cierta la afirmación que señala que ese pensar en voz alta, sin que previamente en realidad se lo haya hecho, concluye en una situación que, como bien se ha dicho, desprestigia a los gobernantes.

Es por eso que en un momento que se ha calificado acertadamente como “delicado” el momento que vivimos y cuando la crisis puede ser sistémica, no se puede incurrir en procesos “atropellados, caóticos y apresurados” ni adoptar las ligeras actitudes propias de barras –pedimos disculpas por siquiera mencionar la palabra- bullangueras.

De todo lo cual se debe sacar conclusión que el “pensar en voz alta”, salvo en poquísimos y excepcionales casos, termina en funcionarios que hacen de esa manera públicas reflexiones imprudentes, que se definen como poco diplomáticas, y que son en realidad el resultado de “habla por hablar”.

Desde este punto de vista el pensar en voz alta, no significa otra cosa que un pensar vacío de todo pensamiento. O sea lo opuesto a lo que se conoce como el “pensamiento fundado en razones” que transformado en palabras que se pronuncian frente a otro u otros, terminan en lo que se llama como “hablar con fundamento”; asistiéndose así a la presencia hilvanada de argumentos sólidos, coherentes, que se ajustan a los hechos, y que como contrapartida exigen el planteo de argumentos de iguales características, en el caso de que se asista a una confrontación, a la que se le pueda dar el nombre de tal.

Es que de otra forma, se entabla –como ahora lo estamos haciendo- un verdadero diálogo entre sordos, del que nos cuesta salir.

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