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Existe un prejuicio secular contra nuestros productores rurales, que los grupúsculos de ideas de izquierda, se muestran incapaces de instalar socialmente, pero que los actuales sectores populistas se encargan de exacerbar.

Es aquél según el cual los productores rurales actuales –remarcamos lo de “actuales”, ya que en lo que respecta a un pasado lejano, la cuestión se vuelve más compleja y matizada, dado lo cual no es ésta la oportunidad de referirnos a ella- son un segmento social, expresado así porque resulta imposible definirlo como una clase social, y mucho menos como una “casta”, como en ocasiones suele, más que erróneamente, ser expresado. Con lo que se quiere señalar que el sector agropecuario y el industrial a él vinculado, es un segmento no solo privilegiado de la sociedad, sino que está integrado por un montón de haraganes opulentos. De esa manera se desvirtúa la realidad, ya que a los productores rurales que cabría considerar haraganes –que no hay duda que los hay- no existe ninguna duda de que no pueden sobrevivir en una realidad compleja como la actual, que se da no solo en nuestro país, sino en el mundo entero. Algo que hace que más temprano que tarde sean “sacados de pista”. Y tampoco, aparte de no podérselos considerar haraganes, no se los puede considerar opulentos, en cuanto se los ha calificado de una manera permanente, premiados por el cielo con “beneficios extraordinarios”. Con ignorancia total que la empresa rural además de exigir un cuidadoso y permanente esfuerzo es una actividad azarosa, en la cual los riesgos no solo aparecen vinculados a las condiciones climáticas, sino también a las condiciones peculiares de los mercados internacionales.

La explicación de ese prejuicio fuertemente arraigado, es en parte mítico y en parte de una realidad que no es la actual. Es que hubo tiempos idos en que la parte mítica alimentaba la idea de que nuestro país era entonces el “del ganado y de las mieses”, en lo que habría sido una versión revivida de la Palestina de los tiempos bíblicos, cuando ella era la tierra de “la leche y de la miel”. Y que a su vez, hace más de un siglo se vivió un periodo en el que se registró en el mundo una “renta agraria” tan alta, que se asistía, en tiempos de cosecha, a la presencia entre nosotros del “inmigrante golondrina” del sur europeo que venía a trabajar en “la cosecha“, y se volvía a su hogar cuando la misma se terminaba de levantar. A lo que se sumaba el hecho de que en esa época un grupo de ricachones que “farreaban” aposentados en Paris, despilfarrando no solo su herencia sino la de sus hijos, nos dio esa falsa fama de opulencia que nada tenía, ni tiene, que ver con nuestra realidad.

De nuevo mirando nuestra realidad de hoy, la falsamente definida como la “cuestión del campo” se explica en función del hecho que, como consecuencia de la aplicación de una seguidilla de políticas económicas desacertadas, hemos llegado a un estado de cosas en el cual lo que producimos no alcanza para afrontar lo que gastamos. Dado lo cual se busca insistentemente equilibrar la situación contrayendo deudas. Y así “tiramos” hasta que los acreedores “cierran el grifo” e ingresamos en un periodo de forzada austeridad. Durante el cual y como forma de salir de él, hay que encontrar “de donde rascar recursos”, dado lo cual se convierte al campo en el “pato de la boda” –cabe admitir la existencia de otros sectores también convocados al esfuerzo patriótico, pero al que se le exige un sacrificio menor- a la hora de pagar, aplicándole “impuestazos” a troche y moche.

En tanto frente a esa situación se hacen presentes dos alternativas. La primera es el desaliento que provocan las medidas lleven a que el campo deje de producir o lo haga de una manera mucho menor a la de su potencial. La otra es que se deje de lado los principios de la “producción sustentable” en el tiempo y se opte por practicar una sutil forma de “minería”, cuando un “vuelco hacia la siembra de soja”, deje de lado los cultivos rotativos – como el caso del trigo y el maíz- que sirven para prevenir el peligro de la desertificación. Aunque posiblemente no se opte por una o por la otra, sino por una tercera que tenga una mezcla de ambas.

No queremos incurrir en el lugar común de que de esa manera no se está haciendo otra cosa que “matar a la gallina de los huevos de oro”, ya que nuestro campo – en lo que no es otra cosa que mencionar a los productores- tiene, y ha dado sobradas pruebas de ello, una capacidad de resistencia, que hace recordar al pasto que después de dejar la tierras desnudas, luego de una sequía prolongada, reverdece rápidamente después de las primeras lluvias. Pero ello no evita el costo que tiene el hecho que en lugar de incentivar nuestra producción rural –la que da cuenta de una revolución tecnológica autóctona de magnitud sorprendente- con el “impuestazo” se la desaliente, haciéndole pagar costos que van más allá de los meramente económicos, para trascender a lo social.

Para ilustrar lo hasta aquí puesto de manifiesto resulta adecuado recurrir a los datos de un informe hecho público por el especialista en mercados Marcelo Elizondo, referido a la composición de las exportaciones en nuestro país durante el año pasado. Ellas tienen un valor estimado de 64.300 millones de dólares, importe del cual a las agroindustriales corresponden 38.361 millones de la misma moneda. A su vez este último valor se desagregan los millones entre los que corresponden a productos derivados del reino vegetal (15.156); alimentos bebidas y tabacos (12.420); Animales vivos y productos derivados del reino animal (62.333) y grasas y aceites (4450). Quiere ello decir que del total de lo exportado por nuestro país, el equivalente a casi el sesenta por ciento corresponde a la producción agro industrial.

No resulta entonces sino una reiteración válida, el insistir en la incidencia que provocara el desaliento rural por la causa apuntada, en la tasa de emigración del campo a las ciudades, sobre todo a las villas periféricas, que se traducirá en la necesidad de distribuir mayor número de “planes”, y el decaimiento de la actividad rural en las poblaciones urbanas del interior, que como se sabe tiene unida al campo no solo su prosperidad, sino en muchos casos hasta su misma supervivencia.

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