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Rosario, la capital fallida tanto de la provincia de Santa Fe y como también de la nación entera, cuando no se había dado el intento contemporáneo, casi consumado, de ubicarla en “el sur y el frío”; según una vieja crónica de época, es “la ciudad que a fines del siglo XIX y principios del XX se convirtió en el principal puerto cerealero del país”.

Aunque esa relación prosigue señalando que “no sólo albergó el paso de miles de marineros y extranjeros, sino que también cobijó otro tipo de desembarco, el de la prostitución, a la vez que fue el trampolín de la mafia en el país y, de allí, el bautismo de “la Chicago argentina”, nombre que después quedó en el olvido”.

Todo ello a pesar que no falta quien haya encontrado una pervivencia de ese calificativo, en la circunstancia que no cree una mera casualidad, que al mencionar a las hinchadas de sus dos clubes estrella se haga mención de “la canalla” y de “la lepra” palabras ambas que, si se las entremezcla, vienen a hablar de una forma de comportamiento que va más allá de una enfermedad.

Según una mirada coincidente de periodistas primero, y de historiadores después, traída en la actualidad a primeros planos, más que una resurrección debería verse en ello una trasmigración aún más perversa, si es que ello cupiera.

Se alude así, como manera de bucear ese sobrenombre originario, a “las andanzas del siciliano Juan Galiffi, apodado ‘el Chicho Grande’, quien habría sido el que inspirara el cambio de nombre – que por nuestra parte acabamos de señalar como sobrenombre- acorde con los niveles de violencia y corrupción que lo envolvían.”

También queda claro que, como en ese entonces ni siquiera se habían inventado los celulares, eran “tiempos del lenguaje cifrado”. Los códigos rituales mafiosos se extendían al uso de seudónimos y apodos. De donde no es de extrañar que se lo conociera a Gallifi con el alias señalado, de "el Chicho Grande".

Se trataba de un siciliano que llegó al país con 18 años, en 1910 y se radicó en Gálvez, Santa Fe. De empleado fabril pasó a ser inversor en casas, viñedos y caballos de carrera hasta manejar a gran escala una industria de "trabajos sucios" encomendados a "sus ahijados".

No fue por eso extraño que a este capo mafia lo acusaran de ser el “Al Capone argentino". Por lo que todavía se cuenta de él, y se recoge en una biografía “fue el alma mater de la mafia de Rosario de los años 30. Dijeron que era estafador y asesino, que ordenaba secuestros, que manejaba las apuestas de carreras de caballos y que vendía protección. Jamás le probaron nada. Y él, don Juan Galiffi, siempre juró ser un santo.”

Aunque como en el caso de tantos otro disimulos que pocos entre nosotros más que ignorar, hacen como si no los supieran, detrás de esa cortina de riqueza ostentosa y vulgar aunque no inocente, se escondía el autor de las tropelías.

Fue por eso que ahora no quedan dudas que “Galiffi, señalado como el jefe de una asociación mafiosa llamada la Honorable Sociedad, fue el alma máter de la mafia rosarina en los años 30 y se los acusara de estafas, secuestros y crímenes.”

Pero donde hay un “chicho grande”, existe en su entorno otro chicho, que quiere también él hacerse grande. Fue ese el caso del ingeniero argelino Alí Ben Amar el Sharpe, que en realidad era un italiano llamado Francisco Morrone -luego apodado "Chicho Chico" - que quiso disputarle a Galiffi su liderazgo y terminó estrangulado por los fieles de éste. Bien se dice que en las mafias no hay más lugar que para un solo “capo”.

En tanto el final de Galliffi, el Chicho Grande, fue otro. Sin pruebas en su contra, fue deportado a Italia en 1933. Allí se ganó la amistad de Benito Mussolini. Murió en el 43, en plena guerra, durante un bombardeo en Milán. Y como se ha dicho “no por las bombas, sino porque lo sorprendió un paro cardíaco en su cama”.

La historia nunca se repite, pero a lo largo de ella pueden darse situaciones comparables. Es por eso que no puede dejar de resultar curioso, que atendiendo a la situación que actualmente vive Rosario, no se la vuelva a denominar con aquél sobrenombre. ¿Será porque la Chicago estadounidense de hoy, no es la de entonces, cuando imperaba lo que se conocía como la “ley seca”, y que el Rosario de hoy, está buscando otra ciudad que le sirva de comparación con la que “hermanarse”, de esa manera tan repulsiva?

Porque Rosario es en la actualidad más que una zona liberada, una verdadera tierra de nadie. Con un promedio de asesinatos que oscila alrededor de una víctima por día, con policías de todos los niveles asociados a las bandas delictivas, con una sociedad enferma por la proporción de drogadictos que la habitan, y por la cantidad de jefes de bandas de narcotraficantes –llámense Los Monos, los Cantero o como sea- para los que la cárcel no es una guarida, sino un centro de máxima seguridad para dirigir y coordinar sus operaciones, siendo todo ello la muestra de un estado de locura llevada al paroxismo, ninguno de esos ingredientes es el más grave.

Sino que es otro, algo así como la madre de todas esas maldades, cual es el hecho que dentro de ese marco, se dé el caso reiterado hasta volverse multitudinario de humildes familias afincadas por sobretodo en asentamientos periféricos, las que muestran a todos sus integrantes cumpliendo papeles diversos en el comercio de narcóticos, como una forma natural de subsistencia (¡¡!!)

Ya no se trata, como alguna vez haciendo gala de una docta ignorancia, se dijo en forma irresponsable, que nuestro país era un “lugar de tránsito” y no “de consumo”, dado que la misma está aquí extendiéndose como una mancha venenosa. Dando cuenta de un estado de cosas que habla de una lucha que, por su entidad, corre pareja con la batalla contra el hambre.

Algo que hasta llevaría de una manera un poco loca, que no sería extraña en el contexto en el que vivimos, que si entre tantos ministerios y “ministeritos” del organigrama presidencial no sería adecuadamente verosímil que se le diera a un Sedronar ampliado y fortificado, rango ministerial.

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