Hay razones objetivas para este desempeño. Fue crucial pasar de una administración proclive a intervenir en la economía con mayores impuestos y controles de precios, adicta al déficit fiscal y a la emisión monetaria, y que había decretado nuestro enésimo default sobre la deuda externa en 2020, a otra que proclama despreciar toda intervención, eliminó de cuajo el déficit fiscal y la necesidad de emitir dinero para financiarlo, y que incluso anticipa pagos de capital futuros para despejar las dudas. Aún para los más recelosos, es evidente que pasamos de engrosar nuestro prontuario a intentar reconstruir la credibilidad argentina.
El desempeño económico del país ayudó en el proceso. El esfuerzo fiscal tuvo un impacto fuerte sobre el nivel de actividad, pero fue corto y parece claro que hemos pasado por lo peor de la recesión y que, más importante, el esfuerzo fue muy útil para bajar la inflación. Ni el nivel de actividad ni la inflación son todavía los de un país normal, pero hay razones para tener esperanzas en que se puede ir hacia ahí.
Ayudó, asimismo, nuestra eterna espada de Damocles, la política. Que la popularidad del Presidente se haya sostenido a pesar del plan de ajuste rompió con el paradigma de que para ser popular hay que gastar. Al mercado le gusta que la sociedad apoye el plan de austeridad; es un factor clave para que la cosa funcione.
Estas razones objetivas para que las cotizaciones mejoraran se sumaron a algunas razones técnicas que explican por qué las subas fueron tan fuertes. Argentina tiene un mercado relativamente chico, al que pequeños movimientos de capital le pueden provocar grandes cambios de precio. En el mercado de bonos, el temor a un nuevo default hacía sentir a muchos aversión por el riesgo argentino. Entre ellos, muchos tenían bonos en cartera desde antes del default de 2020. Había más vendedores que compradores, hasta que, durante el último año, el esfuerzo fiscal, la acumulación de reservas y la promesa de cumplir, refrendada con el pago anticipado de los vencimientos, caló en el mercado, y comenzó a cerrar la divergencia entre precios y capacidad de pago. En el mercado de acciones, el entusiasmo que se manifestó en dos fetiches, Vaca Muerta y el crédito bancario, encontró un escollo adicional: la falta de liquidez. Hay pocas acciones si grandes inversores globales quieren comprarlas.
A un año de la asunción de Milei, el desempeño de bonos y acciones parece tener bases sólidas. Sin embargo, no debe olvidarse que los precios en el mercado financiero reflejan las expectativas de los inversores acerca de los flujos futuros de ganancias. No son simultáneos con los indicadores de la economía, ni con las noticias de la política; se mueven antes. Como toda expectativa, también éstas están sujetas a equivocarse, por demasiado optimistas, o por demasiado pesimistas. En la economía real, la relación de causalidad es inversa: precios mejores o peores de bonos, acciones o del dólar influyen en la economía del presente, a través de las expectativas de personas y empresas que deben decidir si consumen o invierten ahora o lo posponen.
Los precios de los activos financieros argentinos están en su mayor nivel en muchos años, y atraen a muchos inversores financieros extranjeros, que vienen en busca de oportunidades. El presidente Milei salió esta semana en la tapa de The Economist. Y mucha gente que jamás compró acciones ahora habla del tema. Hay señales de euforia que los expertos, o los que llegaron temprano al juego, miran con recelo.
El mercado financiero es veleidoso. Sería ilusorio suponer que los precios pueden subir hasta el infinito. El desafío estará en que, cuando ocurra una corrección, si es que ocurre, no optemos por la solución fácil de siempre: cambiar el rumbo y empezar a intervenir.