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¿Cuántas veces oímos a algún político o experto decir que hay que aprender a convivir con el virus? Bueno, algunos se lo tomaron bastante a pecho. Singapur, un pequeño país o una de las últimas ciudades-estado que siguen en pie, decidió combatir el virus de una manera poco ortodoxa: conviviendo con el mismo sin darle la importancia que se le ha dado hasta el momento.

Una de las tantas cosas que aprendimos en estos meses es que las nuevas cepas son una nueva oportunidad para restringir libertades y atemorizar a la población. Quizás no sea el objetivo de los gobiernos, pero el resultado termina siendo ese. Mientras tanto, los pobres ciudadanos, que hacen lo imposible para no perder lo poco que les queda de felicidad, cruzan los dedos para ser inoculados con una vacuna y que ésta sea efectiva frente a la variable alfa, la beta, la delta, la omega o la que venga.

Son varios los casos, como Israel en la última semana, la Unión Europea en Diciembre de 2020 o Argentina en abril, en los que los gobiernos dan marcha atrás con los permisos para ciertas actividades o libertades, porque notaron un aumento de casos, de internados o de muertes. Uno tiende a creer que la única solución para que no se repita el ciclo de “más libertad, menos libertad” es vacunar a los 8 mil millones de seres humanos que habitan en este globo. Puede ser cierto, pero no soy infectólogo, biólogo, médico o algo por el estilo. El tema es que ni los expertos ni yo somos futurólogos. ¿Quién garantiza que no volvamos a vivir este horror de medidas sanitarias en unos meses o en unos años?

Queda la esperanza de que la gente asuma este mal. En parte, ya está ocurriendo. Las muertes por COVID-19 son muy dolorosas. Muchos conocemos a alguien que pereció por culpa de este virus. Ahora bien, ¿debemos seguir dejando nuestras vidas en manos de burócratas y de vigilantes porque existe una mínima esperanza de que esto termine pronto?

El gobierno de Texas eliminó las restricciones hace 15 semanas y hoy presenta los mejores números desde que comenzó la pandemia. Florida, bastión de la libertad en los Estados Unidos, regala vacunas en aeropuertos, casi no queda tal cosa como una medida sanitaria y la gente camina por la calle sin pensar que el otro es un portador de virus mortales. Hay más ejemplos. Tuvieron resultados mejores o iguales que otros estados populosos donde hubo muchas más restricciones, como California o Nueva York. Lo mismo vemos con Argentina: los resultados son malos aún si los comparamos con países donde los líderes no impusieron una sola cuarentena obligatoria.

Más allá de estas comparaciones que ya fueron tratadas por muchos, me interesa volver a repasar un caso ya mencionado y otro que viene a dar la nota y a marcar el camino.

En abril de 2020, el ya fallecido presidente de Tanzania, John Magufuli, tomó una decisión muy polémica: dejar de contabilizar casos y decir que gracias a Dios su país eliminó al coronavirus. Muchos se rieron de semejante decisión, básicamente porque parecía una locura. Eso sí, pocos sabían que algunos seguirían el mismo camino y decir “¡ya fue!”.

¿Por qué nos daríamos por vencidos y aprenderíamos a vivir con el virus? Porque no sabemos cuánto tiempo inmunizan las vacunas, porque no sabemos cuánto pueden cambiar la historia las cepas que se vienen y porque, por sobre todas las cosas, estamos hartos. Hartos del miedo y de destinar todos nuestros esfuerzos a esta lucha, por más daño que nos genere.

Singapur, un país que no es precisamente una democracia liberal (al contrario, su milagro económico lo impulsó un gobierno ultra autoritario) y que hasta ahora fue de los casos más exitosos en el manejo de la pandemia, optó por una estrategia bastante revolucionaria para enfrentar lo que viene ¿De qué se trata? Hacer como si nada y asumir que el COVID-19 es una enfermedad endémica, es decir que afectara constantemente a nuestras vidas y que asumiremos ello ¿Cómo? Dejando de contabilizar casos, muertes o internaciones; dejando de aislar a contactos estrechos; dejando de imponer cuarentenas al interior y para quienes arriban al país; dejando de destinar todos los recursos a esta cuestión. Los líderes singapurenses confían en que el mundo o Singapur pueden convivir con el virus, así como también pueden convivir con la gripe normal o la varicela, por dar ejemplos.

Ya no se trata de decidir entre inmunidad de rebaño, el R1, la cepa andina o no sé qué. Se trata de convivir con esta desgracia mientras avanzamos con la implementación de soluciones que no arruinen ni agobien a los seres humanos. De funcionar en el corto plazo, muchos países podrían imitar a Singapur.

Es cierto, algunos de los que sacaron réditos con el manejo de la pandemia no estarán tan contentos con ceder el poder que tienen. No lo han hecho incluso tras ver que todas las barbaridades que recitaron en un año y medio no tuvieron sentido alguno. Aun así, tal vez las imágenes de los eventos deportivos o de las fiestas en Europa o Estados Unidos nos motiven a aprender convivir y a aceptar lo que ocurre, mientras avanzan las vacunaciones y las investigaciones, para recuperar la alegría y, en última instancia, la vida que creemos defender desde el encierro.
Fuente: El Entre Ríos

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