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Uno de mis tíos solía decir que todo gran invento estaba siempre acompañado de algunos proyectos, algo similares, de diferentes autorías, pero fallidos a veces por detalles aparentemente menores. Sostenía que paralela a la historia de la ciencia, deberíamos contar la historia de esas frustraciones, que podrían quizá algún día darnos alguna luz. No pude menos que recordarlo cuando supe de esta historia, que ocurrió en París alrededor de 1850. La telegrafía por cables era una revolución, el problema era franquear la barrera de los mares, con sus inhóspitas tierras submarinas. A nuestro personaje lo imagino caminando febrilmente por los grandes bulevares, escribiendo mentalmente, el artículo que publicaría en “La Presse”. Jules Allix se jugó al anunciar el “Pasilalinic sympathetic compass”; el invento de un ocultista J. T. Benoit, apoyado por el capital del dueño de un fabuloso gimnasio, H. Triat, un experimento que orillaba lo milagroso. Se había logrado la instantánea comunicación de los pensamientos, cualquiera sea la distancia entre las personas interesadas. Y sin necesidad de cableado alguno.

El experimento requería caracoles, esas humildes criaturas del género de los gasterópodos. Si miráramos atentamente el caparazón (moco segregado por la piel y endurecido) veríamos los giros de unos espirales. Yo no sabía que esos giros despliegan la misma función logarítmica que las espirales de las galaxias. Son así, un tímido reflejo del cosmos. Los caracoles, son por naturaleza hermafroditas, pero no pueden auto fecundarse, y durante el acoplamiento de dos de ellos (simpatizado), cierto fluido es secretado, para el cual la tierra funcionará como superconductor, y se creará un vínculo entre ellos que resiste tiempo y distancia, y permitiría la comunicación como un cable metálico, y mucho mejor. Esta era la teoría. No sé quién habrá recolectado o estudiado ese fluido, ni quien tuvo la idea inicial, quizá de una antigua superstición.

El Señor J. T. Benoit creyó conocerlo bien, e inventó un aparato: dos piletas de zinc recubiertas con sulfato de cobre y dentro de ellas 24 cavidades donde yacería el correspondiente caracol. A cada cavidad se le asignó una letra del alfabeto y se hizo el experimento con cortinas que separaban las dos grandes piletas. Se estimulaba con un golpecito un caracol con la letra deseada y se veía la respuesta en el caracol de la pileta vecina. Así cuando Allix, molestando a los caracoles, escribió “gymnase”, el Sr. Benoit al otro lado leyó “gymnoate”; y luego a “lumiere divine” correspondió “Lumhere divine”. Los errores no los dejaron satisfechos y programaron una segunda prueba, que nunca se llevó a cabo... Personalmente creo que no salió tan mal, pero... Biat había perdido mucho dinero apoyando a Benoit y no quiso saber más nada. Y Allaix pasó su ocaso en las sesiones de espiritismo, que entretenían a Víctor Hugo durante su destierro en la isla Jersey.

Lo que no está claro es si los investigadores estaban seguros que los caracoles correspondientes a cada letra habían realmente “simpatizado”. Esto habría requerido una larga y meticulosa observación. De cualquier manera se tejieron varias fantasías, como un cinturón que las señoras podrán usar con pequeñísimos caracoles como teclas. Pasaron los años y en los tumultuosos días de la Comuna, en 1871, el marqués de Rochefort, periodista, autor de vaudevilles, rebelde permanente, quiso valerse de este telégrafo caracólico, para saber lo que ocurría detrás de las barricadas. No tuvo éxito, pero no sabemos si fallaron los caracoles o el marqués.

De todos los descubrimientos científicos, el magnetismo fue el más propicio a las supercherías. Hace pocos días les conté de los niños enfermos que se colocaban a resguardo de un fresno, y se creaba entre ellos un vínculo que duraría por vida. Todo acto crea un vínculo entre los agentes que participan. Así Sir Kanelm Digby (1603-1665), un cortesano inglés, “ornamento de su Nación”, católico intermitente, inventor del modelo actual de la botella de vino, experto en los distintos tipos de hidromiel, y gustador de la carne de capones alimentados con víboras, presentó en la Facultad de Medicina de Montpellier (una de las mejores de Europa), en 1658, un revolucionario experimento: una herida de arma blanca curaba cuando material de la herida, mezclada con ciertos polvos, se aplicaba no sobre la herida, sino sobre la daga que la había causado. Se curaba al agente no a la víctima. El primero cambiaba daño por salud. Así había curado a un soldado del Duque de Buckingham, de quien los que fuimos afortunados en leer “Los tres mosqueteros”, somos casi parientes. Es ésta otra forma de crear vínculos y si bien no puede no ser así, reconozcamos que hay cierta justicia en que lo que hiere, sea después lo que cura. Creo que muchos místicos, en quienes el mundo no cree, y que no sé si aún existen, estarían de acuerdo.

¿Y nuestra piel, tan sensible al sol, al viento y otras cosas, no servirá para transmisiones? No debe ser descartado. Hubo experimentos con trasplantes de tatuajes. Un escocés, ciertamente notable, O'Shaughnessy (1809-1889) estudió las propiedades galvánicas de piel. No sé a qué conclusiones llegó, pero su carrera de científico fue notable. Inventó la infusión intravenosa de sal y agua en enfermos de cólera, o sea nada menos que la hidratación parenteral, estudió los envenenamientos con arsénico, el uso del jazmín celeste como abortífero, dio color a los daguerrotipos y valoró, durante su larga vida en la India, el uso de la marihuana para calmar los dolores, para las convulsiones, y para librar a los enfermos de tétanos de las dolorosas contracciones musculares y darles una muerte más plácida. La reina Victoria lo ennoblece, y 200 años después de su muerte la marihuana entró en los recetarios médicos en forma legal. ¡Tan lejos puede llegar el resultado de los estudios y las acciones! Al mundo siempre le costó reconocer a los profetas.
Fuente: El Entre Ríos

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