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Del felizmente frustrado atentado en sí, a la Vicepresidenta de la Nación, a esta altura queda poco que decir, fuera de sumarse a la condena ponderablemente unánime que ha provocado ese intento.

Aunque a la vez, esa repudiable acción debería servirnos como otra estentórea señal de alerta, acerca del hecho - que de una manera que no solo es de imprudencia consciente extrema, pareciera que nos empeñamos en prestarle atención al hecho que “estamos jugando con fuego”, al cual da toda la impresión que no se cesa de alimentar.

De lo que es una prueba clara la circunstancia que, “al soplo de una leve brisa hizo que, al avivar unas brasas, se desatara un incendio”. Una manera que apenas se salva de ser una cursilería para, quedándonos en lo inmediato, hacer referencia a la circunstancia que la presencia, durante varios días frente al edificio donde vive la Vicepresidenta, de un grupito de vecinos del lugar portando recipientes culinarios, a los que hacían vibrar como si se tratara de tamboriles, celebraban la acusación fiscal de aquélla, en uno de los tantos procesos judiciales que enfrenta, iba a desencadenar tantos furores.

Porque de lo que no era consciente ese grupito –y si lo era, las cosas se presentan de una forma más grave aún- es que no estaban haciendo otra cosa que ser protagonistas de un escrache, una manera de actuar siempre repudiable, ya que en ellos se realiza una mixtura de mofa y de odio.

A menudo recordamos –y de allí que la repitamos quizás con excesiva frecuencia– la reflexión de un veterano soldado republicano, o sea antifranquista, que luego de transcurridos varios años contados desde la finalización de Guerra Civil Española –una máxima manifestación de los extremos de crueldad que acompañan a las luchas fratricidas- repetía: “Nos odiábamos tanto, que no podíamos sino terminar matándonos los unos a los otros”.

Consideramos que en nuestro caso no hemos llegado a esos extremos. Pero ello no quita que en los límites del espectro socio político, no se dé la presencia de grupos que parecen estar permanentemente rumiando el odio en el que permanecen macerados.

De allí que resulte un alivio que una gran mayoría de los integrantes de nuestra sociedad se muestren como, al menos, pasivos partidarios de una amigable convivencia.

Algo que no quita la necesidad de que esa mayoría sea consciente de exhibir la templanza indispensable en los tiempos más críticos que -se presume- se avecinan, al mismo tiempo que, absteniéndose de escuchar toda incitación a la acción que, de cualquier manera, aparezcan como agresivas, con las que, con mala intención o sin ella, se intente manipularlos.

De donde hasta ahora toda palabra suma o resta, según la prudencia que se muestra al momento de pronunciarla. De allí que no se deberían echar en saco roto, reflexiones de un analista político, al cual le causa extrañeza el silencio de Javier Milei, frente a lo que pudo llegar a ser una tragedia mayúscula, sino también expresiones que se han escuchado desde el oficialismo y las respuestas a las mismas.

Es cuando alude al hecho que, frases lanzadas por seguidores del kirchnerismo como “Todos sabemos quiénes son” o “El odio de la derecha no tiene límites” fueron rápidamente seguidas por otras que ponían en duda el móvil del atentado bajo el hashtag #NoLesCreoNada”.

A lo que se agregan manifestaciones del jefe del oficialismo bonaerense que señalan que “la oposición está viendo quién mata al primer peronista. Quiere sacar chapa de cowboy y esas cosas generalmente terminan muy mal”.

Ya que la “guerra de palabras” puede terminar desembocando en hechos, no ya solo reprobables, sino de consecuencias impredecibles.

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