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La paridad de la mujer es un debate centenario originado, precisamente, en el reclamo de las obreras para alcanzar condiciones de producción en igualdad. En Argentina, muchas fueron las mujeres que honraron con su vida y actos aquella proclama que se tornó más visible en el país cuando en los 90, el debate atravesó la agenda política.

En esos años, la ley de cupo asomó en la vida de los partidos modificándola sustancialmente. Una actividad que estaba diseñada a semejanza del hombre, empezó a replantearse su continuidad desde otro lugar más femenino y más inclusivo y parejo.

La idea no fue sólo una interpelación a los hombres, sino una clara consigna a todas las mujeres para que se unan y se apoyen, frente a una cultura aún patriarcal y donde perviven enquistadas las discriminaciones, incluso entre pares.

La consolidación de una herramienta tan horizontal como las redes sociales resultó invalorable a la hora de instalar un nuevo mensaje que va en esa misma dirección: La pluralidad de las voces.

En este caso, esa horizontalidad habilitó a muchas a movilizar masas, desde un espacio antes impensado.

Carlos Menem, además de garantizar la muerte de las ideologías y de teñir de pragmatismo varios conceptos ancestrales de la política, fue el que firmó la promulgación de la ley de cupo con la que se buscó aumentar la representación de la mujer en la política, a través de cuotas de mínima participación en las listas de candidatos que presentan los partidos en las elecciones, estableciendo que al menos un 30% de las listas de candidatos debía estar ocupada por mujeres.

Ese cupo, que situó a Argentina como pionera, porque fue la primera ley aprobada en América Latina, se transformó el año pasado para poner en vigencia la ley de paridad, normada por la 27.412.

Sin embargo, a pesar de la letra de la ley, lo que aún no ha modificado la política es la agenda, de modo tal que cosas tan simples como una reunión, se concreten en horarios accesibles a todos pero prioritariamente de la mujer para evitar que las resposabilididades domésticas de comidas y tareas se superpongan con las extra hogareñas.

La política aprende aún la inserción de la mujer en su espacio. Signo de las dificultades de ese aprendizaje es precisamente la necesidad de fijar la paridad a través de una ley. Sin ella, saben, aún sus detractoras, que la presencia de la mujer en las listas sería ínfima. Y cierto es también que muchas veces el cupo fue una piel de cordero que permitió el acceso de las que, sin mérito propio y empujadas por hombres, llegaron a cargos en disputa.

Uno de los primeros escollos que debió vencer el feminismo, fue el de las propias mujeres para mutar hacia un proceso de superación de la eterna rivalidad atribuída al género y a una eterna competencia vinculada casi siempre a lo estético, y tanto así que hubo en Entre Ríos actos fallidos como abandonar los concursos de bellezas, aunque esa idea de condenar la hermosura quedó sólo en anuncios.

De todos modos, a casi treinta años del primer debate político, que fue casi un puntapié inicial, es mucho lo que se ha instalado en torno a la igualdad que, a pesar de muchos, es la génesis de una nueva fraternidad.

Esta acción colectiva, interpela a la sociedad pero también interpela al lenguaje. Para reconocerse se denomina a sí misma como sororidad, que no es otra cosa que “ la relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres para crear redes de apoyo que empujen cambios sociales, para lograr la igualdad”. El término en sí mismo también se da una lucha. La de ser reconocido.

Otro término que se acuñó a la luz de esta tensión social es el de la violencia de género. Hace veinte años, la palabra género en la acepción actual no existía, como también es relativamente nuevo el concepto feminicidio y femicidio, incluido en el diccionario de la RAE en el 2014, aunque con críticas debido a la tibieza de su definición.

La sororidad, impregnada de complicidad femenina, para apuntalar un profundo cambio social, en las dimensiones académicas, políticas y sociales, es una apuesta superadora a la simple pretensión de una supuesta solidaridad natural entre las mujeres.

El término, es su especificidad, define en parte este tiempo de la mujer y completa el concepto de fraternidad que está arraigado de modo inobjetable.

A la discusión interna sobre el poder y la palabra hay que añadirle las políticas de Estado que han postergado debates centrales como el derecho al aborto seguro pero también han limitado la discusión de los temas de fondo al género. Desde cuándo el debate sobre el aborto y su práctica en sí misma es sólo cuestión de la mujer? La pregunta apunta a entender por qué , con la misma intensidad, no se debate hoy la imperiosa necesidad de que la vasectomía sea en los hospitales públicos una posibilidad. Y qué razón hace que la responsabilidad de decidir un aborto, como sus consecuencias, sean materia intrínsecamente y exclusivamente femeninas.

La agenda política de estos tiempos es superadora, ya atravesó el umbral de la paridad y va por otros temas centrales. La cuestión a resolver ahora es que ese núcleo pétreo de grandes temas no quede relegado. No es el derecho al aborto seguro una proclama estrictamente feminista como tampoco lo es la necesidad de una equiparación salarial. Estas viejas deudas, una vez saldadas, serán el activo de esta lucha.

La sororidad, esa suerte de nueva fraternidad, es un espacio a cuidar pero también una nueva experiencia en la construcción social que a instancias de la política se ha decidido a avanzar.

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