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De una manera que no pudo dejar de sorprendernos, el conductor de uno de los canales de televisión abierta más populares de nuestro país, especialmente en los que muestran una adicción por cualquier cosa que compita por ser la más truculenta, cuando en medio de la cobertura de una información de esa clase, hizo referencia a Thomas Hobbes, un filósofo político inglés del siglo XVII, vinculándolo con una expresión utilizada en los medios intelectuales de esa época, y que aludían a un inubicable momento en el que los hombres vivían “en estado de naturaleza”.

Una situación en la que la única ley era “la ley del más fuerte”, también conocida como “la ley de la selva”, en la que otra vez, se daba la circunstancia -de allí una conocida frase de nuestro filósofo-, en la que se veía al hombre actuar como un lobo frente a los otros hombres. La frase: “Homo homini lupus est” (El hombre es un lobo para el hombre).

En tanto el comunicador social a que nos hemos referido, con ese comentario, con el que de una manera inusitadamente correcta aderezaba su relato, venía a describir la situación que se vive en el conurbano del sur capitalino -y a la que no escapa en realidad ninguna parte de nuestro territorio, pero que allí adquiere características infernales- que la vuelven, en lo que en el lenguaje popular se conoce como “zonas liberadas”.
Donde las fuerzas de seguridad, expresión de ese “Estado presente”, que está en realidad ausente, sobre todo en lo que no sea entorpecer y castigar a los que trabajan fuera de él, se muestra por una compleja convergencia de circunstancias, en muchas de las cuales no se hayan presentes culpas propias, incapaz de preservar el orden público.

Algo que resulta presente, con dificultades en aumento, en una sociedad como la nuestra, en la que haciendo abstracción de la “gran grieta” política, el apartamiento de ley como uso naturalizado viene a hacer de ella más que un todo, un amontonamiento de fragmentos cada vez más pequeños.

De allí que frente a un estado de cosas así caracterizado, uno de los presupuestos que es necesario que se haga presente para revertirlo, es avanzar en devolver “a las instituciones de la República” ese carácter rector que ha ido perdiendo a lo largo de décadas, haciendo que recupere esa autoridad que hace que sus dictados sean acatados voluntariamente por la mayoría, sin que sea necesario recurrir al uso de la fuerza.

Una forma de reinstalar a nuestras alicaídas instituciones, que no debe considerarse utópico sino perfectamente realizable, contando con la buena disposición de esa enorme mayoría -que lo manifieste o no- que concibe las cosas dándose de esa manera. Y cuya posibilidad de hacerlo, fue una realidad en la que supieron vivir las ya lejanas generaciones nuestras, hasta que la asonada militar de septiembre de 1930, vino a confirmar en el ámbito institucional, la dificultad -en su caso natural, la imposibilidad- de recuperar la virginidad perdida.

Es dentro de ese contexto que se deben evaluar recientes declaraciones del actual Presidente de la Nación, las que se muestran avanzando en una dirección opuesta a la reclamada precedentemente.

Lo expresamos en una manera en que se entremezclan la lástima y la pena, ya que a pesar de un antecedente próximo en el tiempo, el que debería llevar a pensar que una vez más, y esta vez para bien, iba a ser inconsecuente. Ello así, en cuanto manteníamos la esperanza de que, ya en funciones, iba a abandonar la habilidad demostrada, de “demoler gobiernos” al costo de “llevarse puestos” a algunos de los ingredientes positivos presentes en nuestra sociedad.

Es precisamente cuando dio, después de las elecciones primarias de 2019, un golpe que “noqueó” al gobierno de entonces, cuando -entre otras declaraciones suyas, invariablemente zigzagueantes-, ante la corrida del precio del dólar, consideró ajustados a la realidad los valores alcanzados. De manera que, en miras a deshacer al gobierno, no vaciló en perjudicarnos a todos.

A pesar de lo cual, nunca imaginamos que esa habilidad suya no la hubiera guardado una vez, ya en el cargo de Presidente, y de esa manera no diera la impresión de estarse disparando a los pies, ilusión vana, ya que al menos en apariencia, se viene mostrando de diversas maneras, como un potencial “demoledor de instituciones”.

Es lo que así resultaría de recientes declaraciones en una entrevista concedida a un diario capitalino, de las que extraemos los conceptos que siguen.

En los cuales, consciente del peligro que entrañan sus afirmaciones, comienza por señalar la reticencia que tiene que vencer, para vapulear a nuestra Suprema Corte, ya que al hacerlo no puede dejar de reconocer que siente “cierta impotencia, porque es un poder autónomo en la República”.

De allí en más, pasa a destacar que “como yo soy un republicano de verdad, respeto la autonomía judicial, pero no quiere decir que avale lo que ellos hacen”. La pregunta, que se hace presente como ineludible, es si entre sus potestades y atribuciones se encuentran la de “avalar” la actuación de ese tribunal. Una respuesta negativa a esa pretensión errónea, por si hiciera falta con ella más, se la encuentra en el hecho que a diferencia de lo que pasa con las leyes que dicta el Congreso, que cabría interpretarse que las “avala”, cuando no ejerce contra ellas su facultad de vetarlas, nada similar ocurre con las sentencias de ese tribunal, ya que no resulta constitucionalmente posible.

De allí que una definición de este tipo viene a dejar en claro que cuando en otro párrafo de sus dichos hace referencia a “la Justicia” -elípticamente, o no tanto, alude a la Suprema Corte- cuando dice que “la Justicia tiene que darse cuenta de que está funcionando mal y todos los argentinos tenemos que darnos cuenta que cada vez que uno habla de la Justicia, inmediatamente los medios plantean que estamos buscando la impunidad de Cristina y eso no es así”.

Algo que puede ponerse más que en duda, si se tiene en cuenta que también señala que “acá los impunes son algunos opositores porque saben que tienen una Justicia que les responde”. Luego de lo cual, con una acusación no velada de parcialidad -que, de ser cierta, lo obligaría a impulsar el juicio político de sus integrantes-, efectúa lo que es en él una ya clásica maniobra de retroceso, al indicar que “cuando yo le planteo a la Argentina que hay que revisar el funcionamiento de la Corte, no es porque la estoy presionando”.

Lo que no quedaría en duda es que, según sus palabras, “nosotros tenemos una ética, por eso actuamos así”. Habría que preguntarse entonces acerca de cuál es “esa” ética, porque es nuestra convicción que no existen “varias éticas” sino que la ética sea una sola. Es que de esa convicción comienza a descarriarse cuando en su momento se distinguía entre una “moral pública” y una “moral privada”.

Mientras tanto, lo que se observa son los intentos denodados y parcialmente, aunque también preocupantemente, exitosos, por parte del actual oficialismo de “colonizar” a la Justicia, con nuevas designaciones, y arremetidas y presiones a jueces y fiscales ya en funciones. Sobre todo llevando “la batalla jurídica” -el tan meneado “lawfare”- al Congreso.

Dentro de ese contexto, no sorprendería que Lázaro Báez resultara absuelto como resultas de la inminente sentencia a dictarse en el juicio que se le sigue por un presunto enriquecimiento ilícito.

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