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No se trata de la compra del nuevo avión, sino de que la vicepresidente lo use para ir a descansar a El Calafate el fin de semana. O de que los gobernadores usan los aviones de sus provincias para asuntos personales como asistir a un partido de fútbol. Servicio público es un concepto que ha perdido su significado original. Hoy designa cargos bien remunerados, ya no tomados por vocación, y multitud de beneficios que exceden lo meramente monetario.

Acostumbrarse a la función pública enturbia las líneas que separan no sólo lo ético de aquello que no lo es, sino también lo legal de lo ilegal. Empieza a parecer natural la potestad de invocar el cargo para conseguir beneficios o un trato deferente. Y empieza a parecer natural tomar beneficios no monetarios, como autos y choferes, para cuestiones personales o familiares. Si están disponibles, ¿por qué no usarlos?

A estos malos usos se les suma algo peor: el uso negligente de los recursos del sector público. Un ejemplo reciente, muy burdo, es el que involucra la distribución de planes sociales a personas que no los necesitan. Que nadie supervise esos gastos antes de aprobarlos, o que se delegue en punteros tal supervisión, es de una liviandad rayana con la malversación.

Podrá argumentarse que es un error nimio. Pero también podría jugarse con las palabras y argumentar que quien es negligente en lo nimio también es negligente en lo mucho.

El dólar-soja, ahora en su segunda versión, es un ejemplo grosero de mal uso del dinero público. El costo para el sector público es evidente. Nadie puede esgrimir que comprar un bien a $230 y vender el mismo bien a $167 sea un buen negocio. ¿Quién se beneficia? Los que venden soja a ese tipo de cambio. ¿Quién pierde? El Banco Central y el Tesoro. El Banco Central porque hace la transacción perdidosa, y es compensado por el Tesoro con un título que sin duda alguna tiene un valor de mercado inferior a su valor nominal. El Tesoro porque debe asumir una deuda con el Banco Central sin contraprestación alguna. Si la venta de dólar futuro hacia finales de 2015 ameritó un juicio que no está del todo cerrado, estas transacciones son aún más ruinosas.

¿Con qué fin ofrece Massa este beneficio a un sector que el kirchnerismo, a lo largo de sus años de gobierno, se empeño en castigar? ¿Tanto vale el acuerdo con el FMI para el gobierno? Porque el costo de la pérdida no se limita a la diferencia de precio negativa, sino que su cobertura con emisión monetaria genera inflación y, potencialmente, una fuga de los pesos excedentes hacia el tipo de cambio paralelo.

El superministro, al parecer, maneja otras ideas que, de implementarse, generarán graves perjuicios al Estado. La más rumoreada habla de emitir un bono en dólares en el mercado local (¿endeudar en dólares tampoco es tabú ya?), con la particularidad de que podría comprarse con pesos al tipo de cambio oficial y ser cobrado en dólares de verdad. Demasiado bueno para ser verdad, demasiado costoso para el estado como para valer la pena. Pero, como el dinero es de todos, parece ser tratado como si fuera de nadie.

Está claro que las dificultades arrecian, tanto para juntar dólares como para juntar pesos de manera normal en el mercado. La renovación de la deuda interna está encontrando un límite, que sería más visible si no fuera porque gobernadores e intendentes han acudido en auxilio del Tesoro Nacional en alguna de las últimas colocaciones. También lo hizo Entre Ríos. ¿Hace sentido comprar a la par bonos de un emisor cuya deuda en dólares cotiza a 30% del valor nominal, y cuya deuda en pesos con vencimiento más allá de 2024 cotiza con una paridad de 88% o menos, según la fecha de vencimiento? ¿Hace sentido prestar al Tesoro para cobrar en julio de 2023, cuando seguramente renovar la deuda al vencimiento sea casi imposible? Quizás la ayuda provincial y municipal responda a un chantaje mansamente aceptado: la discrecionalidad del gobierno nacional para repartir fondos cuya coparticipación no es automática. Quizás, al final de cuentas, no importe tanto porque el dinero de todos acaba por ser de nadie.

No por repetido es normal el uso discrecional, muchas veces abusivo e incluso negligente, que los funcionarios hacen de los recursos del sector público. En lo poco y en lo mucho, van desde la falta ética hasta el borde del delito cuando no cuidan los recursos y les dan un mal uso.

No deberían pasarse por alto, ni aceptarse con docilidad, el uso y abuso de la cosa pública en beneficio propio, o del propio partido. Pero tampoco debería hacerse la vista gorda con la negligencia, que a veces resulta más costosa, incluso, que la corrupción.
Fuente: El Entre Ríos

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