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Carne argentina de exportación
Carne argentina de exportación
Carne argentina de exportación
El cierre de las exportaciones de carne vacuna decidido por el gobierno nacional es una medida que, a esta altura de los acontecimientos, de ser ignorada por alguien que vive en nuestro país, representaría una excepción realmente sorprendente.

Algo que por razones explicables ha causado preocupación, y con ella las reacciones que son su consecuencia, en extensos sectores de la población, de una manera que por nuestra parte consideramos no solo explicable sino también justificada, y cuya primera señal es que ha puesto a los varones y mujeres del campo dando esa señales inequívocas de vigilia, que anteceden al despertar de la rebeldía.

Por nuestra parte no nos explayaremos, entreteniéndonos en la enumeración minuciosa de los viejos argumentos –con resultados comprobados- que en situaciones similares se han esgrimido, y que en la presente ocasión su reiteración resulta pertinente.

Es que hasta consideramos sobreabundante la referencia a ese empeño muy nuestro –ya que no somos una excepción en la especie humana- de volver a tropezar una vez más con la misma piedra.

Inclusive nos privamos de hacer bulla, con el empleo de una expresión de deseos que, aunque cabe considerarla como un motivo valedero para “el incesante repiqueteo rítmicamente atronador de bombos”, pero que de cualquier manera esconde una dosis de maldad. Repiqueteo en el que se entremezclan el reclamo de “vacunas para todos” dado tardíamente, llegando a la conclusión de que todos somos “esenciales”, con los deseos que el cierre de las exportaciones aludidas resulte, en cuanto a sus efectos inmediatos y mediatos, mucho más exitoso que las medidas adoptadas para enfrentar la peste, ya que en este caso pareciera que hemos sido poco afortunados.

En tanto nuestra preocupación, y así corresponde remarcarlo en la forma más enfática, es que en esa prohibición por ahora “temporaria y por una única vez”, tal cual como se suele escuchar en boca de nuestros funcionarios, se haga presente la insinuación de una metodología de política económica, que no solo sería más que ruinosa, y que, como lo titulábamos al inicio, nos llevaría a que termináramos “comiéndonos los unos a los otros”.

Queremos creer que esa funesta predicción -que debemos admitir que esperamos no se cumpla- terminará afortunadamente desmentida por los hechos. No porque consideremos verdadera aquella vieja afirmación que, con el paso del tiempo, como no podía ser de otra manera, ha calado profundamente entre nosotros, cual es la de que “los estados nunca quiebran”. Ya que el mundo da cuenta de que ello no es imposible en tantos ejemplos, y atendiendo al hecho de que se ha acuñado inclusive una expresión para referirse a ellos, cual es la de “estados fallidos”.

Por tratar de encontrarle una explicación que contenga al menos una dosis mínima de racionalidad, llegamos a la suposición que la dirección a la que apuntamos es el resultado de una incorrecta interpretación de la consigna en la que se resumía el pensamiento de nuestro Aldo Ferrer, cuando propugnaba “vivir con lo nuestro”, una mala interpretación que esperemos se rectifique antes de que sea demasiado tarde para hacerlo.

Porque el “vivir con lo nuestro”, parte de la concepción de que es posible llegar a constituirnos en una comunidad que extreme sus posibilidades simultáneas de autosuficiencia y sustentabilidad –ya que la autosuficiencia por sí sola no es viable, si no viene acompañada de las condiciones que la hagan sustentable a lo largo del tiempo-, consecuencia del empleo al máximo de nuestras potencialidades. Una manera de presentar las cosas en las que se puede –o no- coincidir pero que de cualquier manera representa un programa fundado de una manera racional.

En tanto, el camino, que no es el que estaríamos por tomar, sino que hasta ahora, con una velocidad, que por relativa aunque variable no siempre hemos estado en condiciones de percibir, significa no vivir “con” lo nuestro, sino hacerlo “de” lo nuestro.

Y no se trata lo así afirmado de un mero juego de palabras. Ya que en la primera de las alternativas se haya presente la “sustentabilidad”, que está ausente en la otra. Para ejemplificarlo de una manera simple, se trata de percibir la diferencia que existe entre quien vive “de lo que produce con su trabajo su patrimonio”, de aquél que vive “comiéndose su patrimonio, generalmente heredado, hasta… que se acabe”.

Pero en el caso de nuestra sociedad, como en el de cualquier otra, las consecuencias de actuar de esa manera son más graves todavía. Ya que junto al “patrimonio colectivo”, constituido tanto por la infraestructura como toda clase de activos públicos y también privados, en toda sociedad existe también su “capital social” de carácter inmaterial, y que está constituido por valores, instituciones y prácticas que hagan posible una pacífica convivencia. Y todo ese capital viene a desmoronarse, hasta correr peligro de desaparecer, a medida que una sociedad vaya consumiendo la totalidad de su patrimonio colectivo.

Una señal de que así son las cosas, la encontramos en el hecho de que tantos productores e intermediarios entre nosotros, llegarán a “terminar fundidos” en el caso que no apelen, aunque más no sea parcialmente, a la evasión impositiva. Ya que la presión impositiva ha llegado a un grado que solo se la puede atender viendo como el Estado “se come” su capital. No se puede olvidar tampoco que por años hemos “estado comiéndonos” los aportes personales y patronales a las cajas de jubilaciones, y que el último bocado lo fue el capital de quienes habían ahorrado en fondos de pensión. Y que “nos seguimos comiendo” cuando destinamos a otros fines, el dinero que el Estado debería utilizar, no ya para la ampliación, sino para el mantenimiento en condiciones de la multitud de piezas que constituyen la infraestructura pública.

Se dice que “Dios ciega a los que quiere perder”. Por nuestra parte no creemos que Él ciegue a nadie, ni por lo mismo, tampoco a nosotros. Al menos mientras hagamos nuestro aquello de que “a Dios rogando y con el mazo dando”…

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