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Dudamos al momento de iniciar esta nota de titularla de esa manera o como “qué hacemos, mamá, que se nos quema el rancho”. Es que para hacer una descripción de cómo se nos ve hoy a los que en este país bendito vivimos con otros ojos que no sean los nuestros, cualquiera de esas frases resulta igualmente descriptiva.

Se puede apelar así, a la viralizada mini representación del humorista Casero – cuyo nombre no es “pan” aunque tampoco precisamente “flan”- con el que alguien puede atreverse a nombrarlo injustamente.

Ello así, en una sociedad como la nuestra en que “flan” son quienes se muestran de una manera inalterable como “oficialistas”, posición en la que impertérritos se mantienen –ya que no muestran ni la mínima señal de vergüenza- mientras los gobiernos pasan y vuelven una y otra vez a pasar.

Y sin tener en cuenta, y ello conviene recalcarlo, que en la forma de expresar el humor irónico de Casero, se hace presente al menos una pizca de obscenidad, porque entre aquéllos que menciona, están los que “piden pan”, aunque no siempre lo hagan de la mejor de las maneras.

Cabría hacer lo mismo con la expresión “se quema el rancho”, asociada a la parálisis provocada, más que por la impotencia, por un mayor grado de atontamiento que el habitual por parte de quien es totalmente inepto para enfrentar situaciones cruciales de su existencia. Un sayo que nos cae bien a la mayoría de nosotros, empezando por muchos de los que ocupan funciones de gobierno.

Y eso es de lo que trata, de la manera con la que se ve encarar los momentos verdaderamente críticos que vivimos. Momentos a los que nos referimos de forma eufemística como una manera de escapar a una realidad de la que recién ahora parecemos desayunarnos, cuando de improviso salió a la luz, sin que la advirtiéramos de verdad, cuando hace tiempo que debiéramos haberlo hecho.

Hasta que se da la presencia de voces malévolas a las que se escucha señalar que se trata de la “explosión de la bomba que anticipó Cristina”, cuando de ella lo único que se puede decir, a estar a su farragoso andar por estos casi dos años, cuanta suerte tuvo que “la bomba”, en su momento, no fuera a ella a quien le estallara en sus manos, ya que la bomba que hoy la tiene a mal traer se trata de una diferente. Todo ello, sin perjuicio que, explicablemente aunque sin razón, ahora se sienta “bombardeada”.

Siguiendo con las figuras aplicables a nuestro estado de cosas, traducidas en metáforas que no dejan de ser groseras, podemos decir que desde diciembre del 2016, en adelante seguimos “bailando en las cubiertas del Titanic, pidiendo champán y más champán, mientras estábamos a punto de estrellarnos”, pasando de esa manera de las figuras ígneas a las de carácter hídrico. Que es lo mismo que decir que seguimos despreocupados haciendo la plancha, sin ponernos a mirar la ola amenazante, y que después que ella llegara y nos diéramos un chapuzón comenzáramos a protestar, desinteresados de la nueva ola que amenazante se hace presente, clamando porque se nos deje tranquilos y no se nos saque de nuestra placidez que se ha tornado accidentada.

Pareció no entenderlo así en toda su dimensión el actual gobierno, cuando ya en funciones se guardó de hablar con claridad de la “herencia recibida”, por más que debe admitirse que era cierto que no tenía más remedio que aceptarla “sin beneficio de inventario”. Lo que en apariencia sigue sin hacer ahora, cuando en medio de la actual corrida bancaria vimos al presidente hacer referencia a la situación en un corto mensaje de poco más de un minuto, ni siquiera de manera formal por televisión y radio sino por las redes sociales.

Es explicable que nuestro presidente les tenga ojeriza, sino alergia, a los mensajes trasmitidos por medios “encadenados”, luego de años de soportarlos con el costo anímico que ello significaba, acompañados por la cohorte de “aplaudidores” que con ese objeto eran convocados. Y de no ser así, sería también explicable, pero de cualquier manera no más sensato, actuar de una manera tan escueta, con la posiblemente más sana de las intenciones, cual es la de no provocar una alarma aún mayor a una población que, de repente, ha comenzado a preocuparse. Sería exagerado decir que haya “cundido la alarma” y que, al menos entre los que pasan por ser la “clase dirigente”, no pudieran haberse dado cuenta antes donde y la manera en que estábamos parados.

Cabría aquí hacer lugar a otro giro metafórico aludiendo a la advertencia de “no hacer olas”. Algo que por nuestra parte hemos advertido en forma repetida, cuando comparábamos la fragilidad de nuestra situación “volátil”, como ahora se escucha decir, comparándola con la situación de quien tiene que lograr atravesar un arroyo torrentoso, haciendo equilibrio y saltando de piedra en piedra que aflora de su lecho, no ya como forma de cuidarse de no sufrir salpicaduras, sino de no terminar zambullido en esas aguas.

Es que no se puede insistir en reclamar el flan mientras se quema el rancho, o seguir haciendo la plancha en medio de las olas…

Es por eso que ha llegado la hora de hablar claro y dejar a un lado los reparos timoratos. De lo que se trata es de “apretar las clavijas” y hacerlo lo más rápido posible, y dejarnos de disfrazar esa necesidad con expresiones como “recortes” o los tan manidos “ajustes”.

Aunque, pensándolo bien, el hacer referencia a eso de “apretar clavijas” tampoco sea lo más adecuado. Ya que no se trata de “jibarizar” el Estado, achicándolo de una manera que solo sea una forma de sentarse a esperar el nuevo “engorde”, sino “ponerlo en caja”; o sea más que efectuar “podas” –aunque ellas sean necesarias y deben hacerse con paralela sensatez y prudencia-, sobre todo a través de una reasignación de recursos que haga posible que contemos con esa diversidad de servicios públicos a cargo del estado, cuya “tercerización” cuando no es totalmente imposible –por la claudicación que ello significa de potestades que hacen a su razón de ser- o de cualquier manera no resulta adecuada; servicios todos ellos que es necesario, una vez por todas, sean prestados de una forma eficiente y eficaz a la vez que generalizada. Aunque se deba reconocer que en la materia algo se viene haciendo, pero no lo suficiente.

Cierto es que en una relación como la que venimos efectuando, se hace presente la distancia no precisamente corta que va del dicho al hecho. Porque aún en el caso que todos estemos de acuerdo en un apriete de clavijas, la reacción esperable es que ante ese apriete todos hagan lo indecible para ser excluidos de él.

Haciendo como que no se advirtiera que ese tipo de medidas tiene un costo ineludible. Y que la cuestión no pasa por el tener que pagarlo, sino que a la hora de hacerlo, las cargas tengan que ser repartidas en forma equitativa, buscando reducir a su mínima expresión, por no decir reducirlas totalmente, la de quienes eufemísticamente se da en llamar “los que menos tienen”, cuando en realidad habría que referirse a ellos como “los que carecen virtualmente de todo”.