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Ilustración del Diario de Minas
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De los resultados de las elecciones presidenciales en Brasil existe un rosario tan grande de explicaciones, que hace que en realidad no haya ninguna que resulte acertada.

Salvo el hartazgo de gran parte de los brasileños con una clase dirigente que era ostensiblemente corrupta, unido a una violencia en las calles, que se cuela en las casas y que no cesa de aumentar. Bronca furiosa y miedo, que en ocasiones hasta se tiñe de desesperación.

Una mezcla explosiva que desde nuestra perspectiva – descreemos de aquello que necesariamente la voz del pueblo sea la voz de Dios- los ha llevado a los brasileños a inclinarse, por más que no esté dicha la última palabra, a poner en riesgo su futuro todo, inclinándose por un candidato que no deja de sumar adjetivos descalificativos en relación a su persona, fuera de que no se lo considera corrupto.

Es cierto que se habla del mismo como de un hombre duro, pero el caso es que esta palabra es de un contenido ambiguo y su empleo no necesariamente es sinónimo de lo mejor, tanto para el que así se muestra, como para toda la sociedad.

Algo que cabría señalar que si un Trump ocupando el lugar de Presidente de la nación más poderosa de la tierra sigue siendo una mala noticia, el resultado de la segunda vuelta de esa elección, de repetir los resultados de la primera, puede hacer que para Brasil y todo el subcontinente las cosas resulten todavía peor.

Es que al apoyo arrasador de un candidato presidencial que cuando se lanzó la campaña electoral “medía” –palabra horrible- un doce por ciento de apoyo en las encuestas, viene a significar que a la enorme mayoría de los que lo votaron –remedando a Borges- no los unió el amor sino el espanto…

Y el espanto no es nunca un buen consejero, dado que es la expresión de una obnubilación que impide pensar en forma clara.

Todo lo cual viene a mostrar en nuestros castigados países la ausencia de una clase dirigente digna de merecer ese nombre, nos lleva a parecernos a una bola de billar moviéndose a los bandazos de un extremo al otro, por la ausencia de un centro político que con su ejemplaridad ejecutivamente eficaz permita parar lo bola, permitiendo así ingresar en un período de fructífera estabilidad.

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