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La llegada de un nuevo gobierno a la Casa Rosada parece renovar el optimismo interno de la población. Después del desgaste lógico al que se ve sometido cualquier mandato presidencial tras permanecer muchos años en el poder, en la ciudadanía se instala la creencia de que “se puede estar mejor”. Sin embargo, el horizonte posible de mejoría al que se puede aspirar se ve ostensible y paulatinamente reducido. Y la razón de ello es el constante desdén con el que se mira al mundo. Se invierten esfuerzos y energías para obrar con las herramientas que cualquier Estado detenta dentro de su jurisdicción, pero pareciéramos olvidarnos de tener en cuenta lo que ocurre en el mundo.

Juan Carlos Puig, catedrático argentino de las relaciones internacionales, ya postulaba hace más de 40 años que el mundo se asemeja a un sistema. Este sistema está formado por algunos Estados que escriben las reglas de juego y otros que las acatan. La clave, para países como el nuestro, consiste en saber leer la realidad internacional para aprovechar los intersticios, las vetas que los “grandes poderes” no cubren, a los fines de aumentar nuestro margen de maniobra. Si queremos ganar autonomía, ergo aumentar nuestra capacidad de decisión propia teniendo en cuenta los condicionamientos objetivos del mundo real, debemos hacer un buen diagnóstico de origen. De otra manera, ahondamos en nuestra irrelevancia.

En los últimos 16 años, la irrelevancia se acentuó. Tras la Administración Macri, podemos visualizar que la percepción inicial que se tenía al comienzo del mandato, de una Argentina aislada y de que, para solucionarlo, se debía trabar confianza con los líderes del mundo, redundó en abrazar el contexto internacional sin reparos. La lectura política aquí se mostró desacertada: nos abrimos sin miramientos, cuando el globo estaba virando hacia una menor permisibilidad, un menor margen de maniobra. Las disputas de poder entre Estados Unidos y China se podrían haber aprovechado para maximizar beneficios obtenidos de las ambas partes y tratando de contrarrestar los efectos negativos de ambas relaciones bilaterales.

Sin embargo, y contrario a esto, profundizamos la dependencia con ambos actores. Estados Unidos nos condicionó, al involucrarnos en la condena al terrorismo y el narcotráfico y la declaración de Hezbollah como organización terrorista. Ambas cuestiones que podrían decantar en problemas futuros para nuestro país (como si ya no tuviéramos suficientes). Por el lado de China, continúa el déficit comercial (con últimos datos que rondan los U$S 2,480 millones de dólares de saldo negativo), mientras que tampoco ponemos un alto a las “concesiones” políticas. Por ejemplo, la nueva central nuclear Atucha III será financiada en un 50% por capitales chinos, con el requisito de que un 60% de la tecnología empleada fuera de dicho país, en un campo en el que la Argentina históricamente mostró gran competitividad a nivel global.

En las Administraciones Kirchneristas, el devenir de los acontecimientos tampoco se desarrolló de manera ideal. Existió un contexto externo altamente permisivo e histórico: se produjo en esa época el ascenso de los emergentes, como China, India, Brasil, Rusia, y el mundo encontraba a EE.UU. “distraído” en la lucha contra el terrorismo. La tonelada de soja (principal exportación de nuestro país) alcanzó un pico de U$S 612,29, cuando el precio actual ronda en U$S 340. Los precios de los commodities nos brindaron un superávit comercial histórico: entre 2003 y 2007, nunca bajó de los 10 mil millones de dólares.

Con todo, estas cifras exorbitantes no se trasladaron a la materialización de un viejo anhelo: la reindustrialización. Los términos de intercambio y la bonanza sojera enceguecieron al país, así como también fomentaron la creencia ingenua de poder vivir sin depender del sistema financiero internacional. Se canceló la deuda con el FMI y con el 76% de los acreedores privados, pero nunca se buscó fehacientemente volver a los mercados. Tener una relación madura con el sistema financiero resulta clave para crecer. Tampoco resultó pertinente pensar la inserción argentina en el mundo a través del Mercosur, un proceso de integración que gobierno tras gobierno es priorizado, y gobierno tras gobierno demuestra ser un fiasco. Principalmente, por las diferencias de objetivos con Brasil.

Elegimos hablar primero de Macri y luego de las administraciones kirchneristas, porque el diagnóstico de situación que la Administración de Alberto Fernández hace del mundo guarda grandes similitudes con la “era K”. Insertarnos en la globalización, pero con los intereses de los argentinos como guía, priorizando el Mercosur, renegociar la deuda… Parece un déjàvu. Incluso se utilizan términos similares a los de esa época: “desarrollo sostenible con inclusión social”, “para pagar la deuda primero hay que crecer”. Además, la percepción de la Cancillería como un actor eminentemente de características comerciales se conjuga en un error. Lo importante debería ser siempre su carácter político.

Sería muy lindo que el mundo siguiera igual tras 16 años, pero la verdad es que el contexto se antoja muy diferente. Y ya sabemos las consecuencias de sobreestimar nuestros márgenes de maniobra. También sabemos que hace años se discutesi debemos acompañar a Occidente (sin discrepar), si somos parte de la “patria grande” latinoamericana (para que reconozca nuestra gravitación) o si pertenecemos al Sur global (para jugar en la liga de las “potencias emergentes”). Tantos años de diferencias, de marchas y contramarchas nos llevan a perder peso en la Política Internacional, tanto en el poder diplomático, económico, militar, social y tecnológico.

De acuerdo con el Banco Mundial, el PIB de la Argentina en 1966 era el 9no en el mundo, en 1999 (al momento del ingreso al G-20), era el 16avo, en 2018 era el 24avo. Los datos provisorios del Fondo Monetario Internacional en 2019 ubican al país en el puesto 30 según el PIB y en el 76 de según el PIB per cápita. En el índice sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas, la Argentina ocupaba el lugar 34 en 2005, el 40 en 2015 y el 47 en 2018. En el índice de Competitividad Global de 2018 que publicó el WorldEconomicForum la Argentina se ubicó en el puesto 81 (por debajo de países como el Líbano y Trinidad & Tobago), y este año bajó dos puestos, hasta el n° 83.

De acuerdo con la Organización Internacional de Propiedad Intelectual (OIPI) la Argentina hizo 4.772 solicitudes de patente en 2013, 4.682 en 2014, 4.125 en 2015, 3.809 en 2016, y 3443 en 2017. En materia de Ciencia y Tecnología, los datos de la UNESCO en cuanto a gastos en investigación y desarrollo como porcentaje del PBI, la Argentina tuvo un año pico -2012 con 0.63- bajando a 0.53 en 2016. En el ranking de 2018 sobre Innovación Global que realiza la OIPI junto a la Universidad de Cornell y la Escuela de Negocios de INSEAD, la Argentina fue identificada en el lugar 80.

Podría seguir aburriéndolos con cifras, pero considero que el punto ha sido demostrado. Debemos darnos un baño de humildad con respecto a nuestra percepción en el mundo. Debemos fundar nuestra política exterior en bases sólidas, que generen confianza. De otro modo, estamos condenados a la irrelevancia en los asuntos mundiales.
Fuente: El Entre Ríos.

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