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El próximo martes 31 de diciembre a las 23:59 horas, termina la segunda década del siglo XXI. Estamos en la era de los drones, de la impresión 3D, del grafeno, de la inteligencia artificial y de los eSports. También, paradójicamente, estamos en la era de la desigualdad creciente y la concentración de riquezas: el 1% más rico del planeta acumula más que el resto de la humanidad. Mirando para atrás 10 años hasta el 2010, es difícil entender cómo llegamos hasta acá, pero es fácil entender por qué estamos atontados. ¿Cómo asimilar todo lo que ocurrió en tan poco tiempo?

En 2010, se hablaba en Estados Unidos de que la presidencia de Obama (primer presidente de color) iba a convertir al país en una sociedad post racial, sin atisbos de racismo. Tan solo 9 años después, los actuales ocupantes de la Casa Blanca describen a los supremacistas blancos como “muy buena gente”. Asesinatos de jóvenes negros a quemarropa se suceden por doquier, muros se levantan en las fronteras para evitar a los migrantes, “gente con un montón de problemas, que nos traen drogas, crimen, violadores”, dijo alguna vez Trump.
En 2011, el mundo estaba embarcado en el optimismo de la Primavera Árabe, la sucesión de protestas que pujaban por más democracia en Medio Oriente. También, se pensaba que la lucha contra el terrorismo llegaba a su fin, con el asesinato de Bin Laden. Ese hombre barbudo, temeroso, que era el cerebro de Al-Qaeda, veía la muerte en 2012. Hoy en día, nos encontramos con la presencia del grupo auto reconocido como Estado Islámico, los sucesivos ataques terroristas infligidos por “lobos solitarios”, y los esfuerzos de Bashar Al-Assad en Siria por aplastar la revolución.

América Latina no fue ajena a estos cambios vertiginosos. En los albores de la década, la región se encontraba en el punto más alto del giro a la izquierda. Gobiernos progresistas afloraban en cada rincón, y procesos de concertación política como la UNASUR mostraban su esplendor. En 2019 esto ya no existe más, enterrado por la ola de gobiernos de centroderecha que emergieron tras 2013. También tenemos crisis políticas, sociales e institucionales de gravedad en Chile, Bolivia y un colapso en Venezuela, países que gozaban de aparente gran bienestar.

También podemos hablar de China. Cuando abrió el decenio del 2010, se pensaba su ascenso a potencia económica como uno de estilo pacífico. Sus indicadores económicos experimentaron un crecimiento abismal en tan solo 10 años: de 17% se espera llegar a pobreza cero en 2020. Mientras escribo estas líneas, China se antoja como una superpotencia con injerencia global en todos los asuntos. Parece querer disputarle la hegemonía global a Estados Unidos, con la disputa comercial entre ambos Estados y la nueva Ruta de la Seda como ejemplos más claros. ¿Ascenso pacífico?

¿Qué decir de la Unión Europea? El proceso de integración se encuentra en jaque desde la crisis económica del 2008. Cuatro miembros (Grecia, Irlanda, Portugal y Chipre) han sido rescatados financieramente. El descontento creciente es tan marcado, que en 2016 el Reino Unido votó para abandonar la Unión. El “Brexit” se terminó materializando hace unos días, cuando el Parlamento acordó los términos de salida. Actualmente, Portugal es visto como un ejemplo en el viejo continente. Los tiempos evolucionaron muy rápido.

Las políticas de recesión, austeridad y subinversión que se aplicaron tras la crisis económica del 2008 moldearon el panorama actual a nivel mundial. Afloró la célebre expresión de “lugares dejados atrás” para denotar la disparidad en el progreso, incluso al interior de las sociedades nacionales. Algunos tienen cada vez más, y los muchos tienen cada vez menos. No es sorpresa que mucha gente estuviera (y está) en el mercado esperando por la aparición de una “nueva política”, de nuevos políticos que tienen maneras un tanto excéntricas e inescrupulosas de hacer las cosas.

El descontento hizo surgir figuras tan polémicas como la de Donald Trump en los EE.UU., que a cada paso parece desafiar los pesos y contrapesos propios de la democracia. También apareció Recep Tayyip Erdo?an, convertido en presidente turco desde 2014, o Narendra Modi en la India. Ambos líderes nacionalistas y conservadores. El tándem parece completarlo Bolsonaro en Brasil, e incluso en Europa emergieron formaciones partidarias de este tipo: la Alternativa para Alemania no existía en 2010. En 2017, ganó 94 asientos en el Parlamento.

Es interesante destacar el rápido desencantamiento para con las redes sociales y las nuevas tecnologías. Llegaron a ser pensadas como la “panacea de la democratización”. Hoy en día, podemos afirmar que las mismas tecnologías usadas para movilizaciones populares funcionan igual de bien en manos de autócratas y fuerzas de seguridad. Los escándalos de Cambridge Analytica y la supuesta manipulación rusa de elecciones en EE.UU. levantan el interrogante: ¿son las tecnologías de la información funcionales a la democracia liberal occidental?

Tal vez, el legado más preocupante y nefasto que dejamos al decenio que viene, es el punto de extrema urgencia en el que se encuentra la crisis climática. Tenemos hasta 2030 para evitar una catástrofe global por el cambio climático. La extinción total de los arrecifes de coral, diez millones de personas más expuestas a inundaciones, cada vez menos zonas aptas para el cultivo de cereales, son algunos de los desastres que debemos evitar. Y parecemos actuar contrarreloj: debemos actuar ahora. El horizonte de posibilidades se redujo a la nada misma.

El decenio del 2010 fue disruptivo: cambió todo, pero no resolvió nada. Los Trump, Bolsonaro, Erdogan, Modi, ejercen lo que se conoce como política de los extremos, basada en hacer exactamente lo opuesto a lo que había. Muchas veces, con fines de acceder al poder, pero no de generar mayor bienestar. Pero ello no viene gratis, ya que obra exacerbando las inseguridades de la humanidad. Con todo lo expresado en estas palabras, los primeros años de la década nos parecen ahora una ficción. Más calma, más segura, más estable. Un lugar donde se hacían las cosas de manera diferente.
Fuente: El Entre Ríos.

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