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Traslado de miembros de las Maras
Traslado de miembros de las Maras
Traslado de miembros de las Maras
Vivimos en un mundo cada vez más inseguro. No sólo por la persistencia y aún el aumento de los conflictos bélicos internacionales, sino también por las guerras intestinas a las que se asiste dentro de muchos estados, nacionales o plurinacionales.

A eso se agrega la alarmante caída en muchas partes –ese es precisamente el caso de nuestro país- de lo que se conoce como “seguridad pública”, entendiéndose por tal la situación en que la población de las distintas regiones de un Estado, pueden convivir en armonía, cada uno respetando los derechos individuales del otro.

Por ello, no se puede dejar de remarcar que el Estado es el garante de la seguridad pública y el máximo responsable, a la hora de evitar las alteraciones del orden social.

Y ese Estado precisamente puede llegar a adoptar una variedad de políticas en la materia, en una gama que va desde no tener ninguna, con los peligros ciertos que ello conlleva, hasta el extremo opuesto de aplicar políticas tan duras, que independientemente de su eficacia, resultan incompatibles con la garantía del ejercicio de los derechos fundamentales por parte de la población.

Esta última es la situación que actualmente se da en El Salvador, el más pequeño de los países centroamericanos, que acusa una población promedio de 310 habitantes por kilómetro cuadrado –para dar una idea de lo que ello significa, se puede tener en cuenta que la población de nuestra provincia ronda en los 15 habitantes según el mismo patrón- y donde la emigración hacia los Estados Unidos adquiere magnitudes de un éxodo.

Algo que es explicable no solo por una economía estancada a niveles muy bajos – dado lo cual se dice que la mayoría de los salvadoreños son pobres, aunque en ello puedan presentarse diversos niveles- pero, sobre todo, por la existencia de poderosas “maras”, las cuales son pandillas numerosas y con una organización jerárquica que las vuelve funcionalmente eficaces a sus perversos objetivos, sin que ello obste a que se produzcan cruentos conflictos entre ellas.

Por otra parte, se señala que un momento la situación ha dado un giro, ya que su poder estaba basado en tres elementos vitales como eran el control territorial, su capacidad de reclutamiento de nuevos integrantes y la extorsión generalizada como fuente de ingresos.

Es por esta última circunstancia que se ha escuchado decir que la “capacidad recaudadora” de las mismas era comparable a la del propio Estado salvadoreño. Si ello puede parecer una exageración, se señala que toda actividad económica paga, por insignificante que sea. Es así como se menciona el caso de mujeres, las que venden frutas y verduras en “puestos” - si es que les cabe ese nombre- en ferias misérrimas.

De allí que no es de extrañar entonces que, en los momentos de mayor auge, se estimaba que las maras recaudaban en conjunto más de 700 millones de dólares por año.

Curioso resulta que la actividad mafiosa no muestre un mayor interés en la producción y venta de drogas, aunque no le hace asco a cometer delitos contra la propiedad, cuando la ocasión se vuelve propicia para cometerlos.

Viviendo en un “infierno” de esas dimensiones, resulta explicable que, en un momento, una persona que llegaba fuera de la política –se trata de Naya Bukele- ganara las elecciones presidenciales para las que postulara. Algo que hizo, presentándose como “El Salvador de los salvadoreños”, al mismo tiempo que prometía acabar con la violencia y la corrupción imperante, algo que implicaba acabar con las maras y castigar a los políticos corruptos.

Se trata de la misma persona que en cumplimiento de lo prometido, instauró el régimen de excepción en El Salvador, hace ocho meses.

Desde entonces se lo ve actuar valiéndose de una estrategia con sus subsiguientes tácticas despiadadas, entre las que se encuentra el despliegue de más policías y militares para cercar territorios y ciudades del país para, después de ello “salir a la caza de pandilleros”.

Desde el gobierno salvadoreños estiman que su número global asciende a aproximadamente 90.000 pandilleros, de los cuales ya se habrían apresado unos 20.000. Explicablemente no se trata de cifras precisas, sino de esas en las que puede haber exageración, o darse el caso contrario.

Una estrategia de combate a la delincuencia así concebida ha despertado justificadas críticas de organismos locales e internacionales que velan por el resguardo de los derechos fundamentales de las personas humanas.

Es que, ante la ausencia de garantías legales para los detenidos, que incluya las del debido proceso, ya que no puede resultar extraño que, entre ellos, caigan personas inocentes. Un detalle mínimo de esa posibilidad es que los tatuajes que exhiba una persona la vuelven sospechosa de formar parte de uno de esos grupos.

A lo cual se agregan las características del accionar de las fuerzas de seguridad, que puede llevar –y está llevando- a que el temor que hasta estos momentos se centraba en las pandillas, pase a aquellos que deben estar limitados por el respeto de las leyes.

Mientras tanto, si nos hemos querido referir de una manera tan minuciosa a la situación que en la materia se vive en El Salvador, es con el objeto de advertir a quienes están tentados de aplicar entre nosotros política de este tipo.

Los que parecen olvidar que las políticas de “mano dura” contra los delincuentes, más allá de otras circunstancias que la vuelven cuestionable, es sobre todo una manera simplista de encarar una cuestión harto compleja.

Ya que, para su abordaje, es necesario atender en forma simultánea a una serie de factores, entre los cuales se encuentran los legales y educativos, sin olvidar los de naturaleza socio-económica.

En la oportunidad nos limitamos a referirnos a dos de ellos. El primero de los cuales, tiene que ver con la necesidad de convertir a la justicia en un “poder-servicio” –porque engloba a ambos- digno de llevar ese nombre. Sobre todo, si se tiene en cuenta su imagen deteriorada, por razones que no siempre son las correctas y valederas. Así, entre otras cosas, debe dejar en el imaginario colectivo de asociarse como ocurre a menudo a los tribunales con una “puerta giratoria”.

El otro, a la necesidad de efectuar una profesionalización seria y profunda de las policías provinciales, con todo lo que ello conlleva en los más diversos aspectos, entre los cuales no es el menor el de las remuneraciones del personal. Una aspiración que no solo no es imposible, sino que hasta es motivo de vergüenza el tener que referirse a ella.

Sobre todo, cuando se ve a gendarmes y prefectos, apoyando, cuando no lisa y llanamente supliendo, a las policías locales, en funciones que les son propias.

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