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Ha tenido menos repercusión que la que merecía el asesinato en Paraná en la hora de la siesta del último domingo de tres personas –hubo una cuarta que se salvó no por milagro, sino que fue por la posibilidad que aprovechó de escaparse corriendo- en medio de una “balacera”, para decirlo con una de esas palabrejas que invaden nuestra lengua y la están deformando, de la que fueron víctimas aquellas, y que se atribuye al punto final de un “conflicto entre narcos”, o sea, dicho de otra manera, un crimen cometido por encargo.

La muerte se atribuye a quienes se menciona como “sicarios”, y aunque la manera de designar a esta clase de asesinos carece en realidad de importancia, no está demás señalar que, si se atiende al sentido originario de la palabra, el sicario no es cualquier matón, sino el que ultima a su víctima con un puñal.

Es que “sica” era el nombre de la espada corta, que precisamente por esa característica suya podía ocultarse totalmente bajo los pliegues de una túnica. La que por extensión dio su nombre al que la utilizaba para ejercer “su profesión”, y que por los estragos por ellos cometidas llevara al Senado de la Antigua Roma a dictar, casi un siglo antes del comienzo de nuestra era, una ley con la que se buscaba castigarlos. Era la entonces temida “Lex Cornelia de Sicariis et Veneficis”, nombre cuya traducción literal es “ley Cornelia sobre Apuñaladores y Envenenadores”.

Pero como indicaba es lo mismo que se los designe como sicarios, pistoleros, envenenadores –que paradójicamente todavía los hay y de reconocida eficacia en los “resultados de su trabajo”-, la cuestión es que su sola presencia impune, y no hablemos de su propagación, es una señal de malos augurios en toda sociedad que aspire a considerarse normal, ya sea esta entendida como “la nueva”, como las que así cabe considerarlas, en el caso de transitar la historia en retroceso.

Por otra parte, su existencia no es un fenómeno que nos resulta extraño, dado que su presencia, y también sus efectos, se lo ve a diario repetirse de una manera que parece haberse vuelto permanente, en ciudades como Rosario y su área circundante, con avances en dirección a la de Santa Fe, y no sabemos si en menor medida, pero al menos de una manera menos espectacular o quizá menos publicitada, en el caso del área metropolitana que, como centro, tiene a la ciudad de Buenos Aires.

El auge de su presencia tanto en los lugar referidos de nuestra geografía como en tantos otros lugares del mundo ha hecho que actualmente se haya convertido en una fuente de padecimientos para las ciudades y vecindarios obligados a convivir con ellos, entre tantos otros males que vienen siendo objeto de estudios -vistos con la perspectiva de un “fenómeno”-, encaminados no solo a profundizar su análisis, sino sobre todo como paso necesario para lograr tanto su control como su deseable erradicación.

Es así como en un escrito de indudable finalidad docente se hace referencia al sicariato como “un fenómeno actualmente en auge, y que es un problema social que se encuentra en mayor parte en el narcotráfico, en la venganza por distintas causas y en operacionalizarlo. Los narcotraficantes se proveen utilizando delincuentes comunes y, en el caso más grave, menores de edad. Según investigaciones, se encuentra que el homicidio sigue siendo la manera de muerte violenta más frecuente en países como México, Venezuela, Ecuador y Colombia. Lo más preocupante es que un gran porcentaje de estos homicidios cometidos por adolescentes de esta edad han alcanzado niveles execrables, y que la edades más asequibles al sicariato son las comprendidas entre los 14 y 23 años.” A ello se añade que el promedio de presos menores de edad es tan grade, “por la manera más benigna que la ley penal trata a los que lo son”.

Por otra parte, resulta indudable que si nos hemos pronunciado tan contundentemente contra la posibilidad que se consolide entre nosotros la presencia de ese tipo de personajes, no es porque consideremos que se debe centrar en ellos la lucha contra los delitos y la delincuencia.

Es que, como hemos anticipado en uno de los párrafos anteriores, la existencia del sicariato es consecuencia de la presencia de un estado de cosas de mayor gravedad, la que viene a constituirse en terreno abonado para su crecimiento y su proliferación.

Ya que, de nuevo, el sicariato es señal de la presencia y consolidación del narcotraficante, no solo como centro de venta al por mayor y al menudeo, y de distribución allende los límites del lugar de su radicación, cuando no se da el caso de que se lo utilice como lugar de asilo – como “aguantadero”- de quienes por circunstancias obvias se ven obligados a irse del lugar en el que se encuentran radicados.

De allí, que el hecho que se produzcan en Paraná situaciones como las señaladas al principio, significa que el grado de penetración del narcotráfico entre nosotros está alcanzando una etapa en la que su entidad se vuelve más ominosa.

En tanto, no estamos en condiciones de señalar si detrás de esa presencia ampliada – descontamos el hecho que el narco menudeo está instalado en el territorio provincial en la mayor parte, por no decir, la totalidad de su extensión - es consecuencia de falencias de los “servicios de inteligencia” de las fuerzas de seguridad.

Es por eso que estimamos que, de ser así, y el mismo sea el resultado de escasez de cuadros de personal correctamente formados o de recursos materiales insuficientes, debería atenderse a esa circunstancia, tomando las previsiones del caso antes de que la situación se vuelva irreversible.

Todo ello, sin dejar de admitir las dificultades que enfrenta una tarea de este tipo, en un medio en el que, a la fuerza que significa para los narcos su vinculación con factores de poder –incluyendo enterantes de la justicia y de las mismas fuerzas de seguridad-, se suma la mordaza que representa el miedo de la población, que por ese temor tantas veces evita la denuncia de lo que se muestra hasta de una manera ostensible ante sus propios ojos.

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