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El nuevo coronavirus acentuó tendencias preexistentes a nivel global. Por un lado, el carácter desordenado del mundo actual, asociado a una difusión del poder. La agenda internacional se torna difícil de aprehender para cualquier actor y los Estados tienen poco o casi nulo control sobre las dinámicas que se generan. En resumen, un Estado puede ser preponderante en cuestiones militares, otros en cuestiones económicas, y otros tantos en cuestiones transnacionales. Sobre todo, la difusión de poder se visualiza de manera más acentuada en aquellas cuestiones que trascienden la lógica estatal tradicional, como el crimen organizado, el terrorismo, los desafíos a la seguridad cibernética, el cambio climático o, actualmente, las pandemias.

Este proceso de difusión del poder no es la única característica relevante a considerar en el orden internacional actual: también es necesario prestar atención a la bipolaridad emergente. El vertiginoso ascenso de China en el escenario internacional y la identificación en el interior de Estados Unidos de que tal fenómeno representa una clara amenaza a su primacía global, colocan la co-evolución del vínculo entre Washington y Beijing en el centro de la escena de la política internacional.

La relación sino-norteamericana se torna más relevante aún, si tenemos en cuenta que es el vínculo bilateral más imbricado del mundo. El antiguo secretario de Estado Henry Kissinger, en su libro On China (2011), comenta que, siendo las dos mayores economías del mundo, las relaciones entre Estados Unidos y China no deberían reducirse a un juego de suma cero. En el proceso de búsqueda de sus propios intereses, ambos actores deberían aspirar a maximizar la cooperación y reducir los antagonismos mutuos.

Además de su poderío económico y militar, ambos países son los únicos en el planeta que comparten simultáneamente la disputa por el liderazgo de la denominada Cuarta Revolución Industrial, también llamada «industria 4.0» (5G, inteligencia artificial, internet cuántica, automatización, etc). Asimismo, son los únicos actores en todo el globo que cuentan con recursos suficientes y capacidad para ofrecer bienes públicos globales (es decir, cuyo consumo no se puede impedir una vez producido, como por ejemplo una organización internacional de asistencia humanitaria) e impulsar proyectos de alcance planetario (atlantismo, en caso norteamericano, versus Ruta de la Seda, en versión china).

Es difícil que China supere a Estados Unidos como superpotencia global en un corto plazo. Académicos influyentes como Joseph Nye, consideran que el actor asiático tiene varios problemas: demográficos; de energía; sobre la naturaleza de su modelo económico, el cual es claramente dominado por empresas estatales. También enumera muchas de las ventajas que tiene el Estado norteamericano: entre ellas, su geografía, su buena situación demográfica y energética, y que las mejores universidades del mundo son estadounidenses. Por ejemplo, la hija de Xi Jinping -mandatario chino- estudia en Harvard.

La relación sino-estadounidense es indispensable para gestionar y controlar la intensidad, la velocidad y el alcance del proceso de aceleración de los riesgos y desequilibrios globales. Es primordial tener en cuenta el rol que jugarán las elecciones presidenciales de fines de año en Estados Unidos. Trump, de obtener la reelección, perpetuaría su modus operandi de sus primeros cuatro años de gobierno por otro cuatrienio más. El mandatario es muy cortoplacista y transaccional, y en el camino debilita el andamiaje multilateral que creó el país del norte desde finales de la Segunda Guerra Mundial.

Los desequilibrios entre ambas superpotencias pueden, de hecho, afectar seriamente a América Latina. Y aquí, indefectiblemente, no podemos dejar de visualizar el futuro de la Argentina. ¿Qué camino seguir? ¿Podemos cebar mates al águila estadounidense y al dragón chino al mismo tiempo? Lo ideal es que sí. Pero tampoco podemos andar a los tumbos. Es necesario PENSAR. Sigamos con la metáfora del mate: debemos compartir mates con los dos, pero sin dejar que nos muevan la bombilla de lugar.

Si queremos ganar autonomía, ergo aumentar nuestra capacidad de decisión propia teniendo en cuenta los condicionamientos objetivos del mundo real, debemos hacer un buen diagnóstico de origen. Pensar desde nuestra realidad y definir nuestro propio interés nacional. De otra manera, ahondamos en nuestra irrelevancia, y dejamos que cualquiera nos arme y nos desarme el mate a su gusto. Debemos decidir cuáles de las políticas impulsadas por las superpotencias están en línea con nuestros intereses de largo plazo. En algunos casos, nos servirá trabajar con China, en otros con EE.UU.

Ya sabemos las consecuencias de sobreestimar nuestros márgenes de maniobra. También sabemos que, hace años, se discute si debemos acoplarnos a Occidente (sin discrepar), si somos parte de la “patria grande” latinoamericana (para tener gravitación) o si pertenecemos al Sur global (para jugar en la liga de las “potencias emergentes”). Tantos años de diferencias, de marchas y contramarchas nos llevan a perder peso en la Política Internacional, tanto en el poder diplomático, económico, militar, social y tecnológico.

La clave, para países como el nuestro, consiste en saber leer la realidad internacional para aprovechar los intersticios, las vetas que los “grandes poderes” no cubren. Debemos dejar de lado los prejuicios, los corsets ideológicos y definir mínimos irreductibles de nuestra República Argentina en su relación con el mundo. De lo contrario, estaremos siempre a merced de los demás. Primordialmente, en este binomio EE.UU.-China, debemos buscar extraer ventajas de los vínculos con ambos, sin consentir la dependencia. Al fin y al cabo, un mate no se le niega a nadie. Pero debemos cebar nosotros, sin que nos toquen la bombilla o nos muevan la yerba. ¿Podremos?

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