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Hay veces que de tanto pensar, se entreveran los pensamientos. Entonces lo que se me ocurre no es rechazarlos, bajándoles la cortina, sino buscar cómo trenzarlos. Porque, como dicen, en la vida para darse los gustos hay que comenzar por no desperdiciar nada.

Es lo que me dije cuando me anoticié, casi al mismo tiempo, de dos hechos totalmente diferentes. Pero, como lo acabo de decir, siempre es posible terminar trenzando todo a medida que se alarga el pensamiento.

De lo que me enteré primero fue de la destrucción de la calzada en un arroyo, indispensable sin vueltas para que sus vecinos no quedaran varados a uno y otro lado de sus restos, al llegar hasta allí, maldiciendo tramos de un mismo camino. El que abochorna por sus profundas huellas llamarlo, por lo que en realidad es, en el fondo y por lo que sé también arriba, poco más que una huella que parece de la época de las carretas.

Y la calzada. Parece que no estaba bien calzada y que de calzada tenía muy poco, si uno ve que se trata de unos caños tapados por un montón de broza. Una verdadera frangollada. Que se habría hecho para salir de paso, o mejor dicho para usarla como paso, hasta el día en que llegaran al lugar a construir un puente, prometido y reprometido por políticos y funcionarios. También se da aquí eso de trenzar, como pasa con mis pensamientos. Pero en estos tiempos de diluvio, como era de esperar, la tromba de agua llegó, sin esperar al prometido puente. Cosas que pasan, y que seguirán pasando. Y es aquí donde sobre el camino que no es camino, en otro lugar, vemos a una enfermera moviéndose a los tumbos en un carro. Para atender a una enferma que vivía en un paraje que se llama Crucecitas. ¡Qué nombre más lindo, para un lugar donde se vive!, cansados como estamos de ver lleno el país, sus ciudades y pueblos, sus calles y plazas con nombres de combates o de generales o de vaya saber quiénes otros, nombres que habitualmente no nos dicen nada, ni tampoco tenemos interés alguno en enterarnos.

Pero no me olvidé de la enfermera y de su traquetear accidentado yendo a dar alivio a una doliente. Es que seguí pensando y me puse a rumiar sobre las enfermeras -y por supuesto los enfermeros- con una vocación que cuando no la tienen de entrada, les crece después bien adentro, con su trajinar, nunca del todo bien valorado y peor pago. Trabajo de muchas horas, hasta sábados y domingos, teniendo a veces que ver morir la gente, y en muchas otras tolerar las reacciones descomedidas de sus familiares.

Y que, colmo del colmo, se las ve volverse itinerantes en la peor de las condiciones, como en el caso relatado.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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