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Nos disgusta tener que ocuparnos del tema de la corrupción, e insistir al respecto una y otra vez. Por más que ello sea necesario, ya que llevamos muy dentro nuestro, a lo largo de más de cien años, el prurito de que se debe ser prudente y objetivamente imparcial al tratar el tema, evitando en lo posible caer en la reiteración machacona que es la demostración de indebida saña. Ya que todos sabemos que los que más aspavientos hacen en torno a cuestiones morales, son muchas veces aquellos que en su comportamiento no dan precisamente muestras de respetarla.

Dicho lo cual nos adentramos en el tema, ya que consideramos es una necesidad inexcusable volver sobre el mismo una y otra vez, casi en forma permanente. Con ese empecinamiento tozudo, que no es terquedad sino persistencia y que pretende ser virtuoso empeño.

Todo ello, porque estamos convencidos, como es el caso de tantos otros, que la nuestra es una sociedad enferma hasta los tuétanos de ese flagelo, como resultado de la actitud frente a ella, de una gran parte de nuestra población – gran parte, que estamos seguros no alcanza para ser una mayoría, ya que de otra manera “sería el acabose”-, a la que se ve asumiendo dos roles que en ocasiones se entremezclan.

Es que por un lado están los que cometen actos de corrupción, a quienes comúnmente se los tiene por “corruptos”, un mote que no suena demasiado fuerte, ya que el que comete un único delito, no debería toda la vida cargar con la calificación de “delincuente” para cuya adecuada designación suponemos que se requiere la existencia de un “estado” permanente; como es el caso de los actuales “motochorros” que consideran lo que hacen, nada más ni nada menos, que “un trabajo informal”.

Y por el otro, están aquellos que –por decirlo así, y nombrarlos de la manera más benévola posible- se ocupan, ya sea de forma deliberada o por resignación o indiferencia de que permanezca alto, por no decir escandalosamente altísimo, ese muro en que se ha convertido entre nosotros el “umbral de tolerancia “de la corrupción en nuestra sociedad.

De allí que no se trata de distinguir entre actos de corrupción grandes y pequeños, dado que la corrupción ha adquirido el carácter de un “sistema” dentro del cual medran una infinidad de actores individuales, junto a una miríada de incontables “asociaciones ilícitas”.

Es así que la mala nueva de que el Ministerio de Salud provincial haya dispuesto que una empleada, cuya suplencia extraordinaria fuera dada de baja porque no cumplía funciones en el Estado sino en UPCN, y que a la vez debe devolver al Estado casi medio millón de pesos percibidos indebidamente, mirándola desde nuestra perspectiva, deba considerarse como una buena noticia. Ya que es el abatimiento de otra pieza de ese muro que, como hemos dicho, mantiene alto el nivel de tolerancia a la corrupción.

A lo que debe agregarse que se ha sabido de otro caso similar, aunque desconocemos los cauces que se han utilizado para ponerle fin, ni cuáles son las medidas que se adoptaron en consecuencia.

Es que frente a casos como los expuestos, no basta con que los trabajadores cesados por la causa apuntada, tengan que limitarse a devolver, si es que lo hacen, los haberes inmediatamente.

Es que hay que tener presente que la información que hemos recogido de fuentes fidedignas, señalan que esos “contratados” cumplían funciones – sea cual sea lo que significaba ese cumplimiento, el que no es descabellado suponer que consistía en “firmar y cobrar” todo ello referido al recibo mensual de sueldo- en la UPCN o sea la Unión del Personal Civil de la Nación.

Nos encontraríamos así ante una nueva prueba de que ese sindicato, según resulta de lo afirmado por diversas fuentes coincidentes -desde hace mucho tiempo y desde el gobierno de Sergio Urribarri- el Ministerio de Salud Pública provincial no se limitaba a “ubicar” personal, y a asignarle destinos varios, entre los que se encuentra el caso de los contratados a los que nos venimos refiriendo, sino que se había llegado, hasta hace muy poco, a ejercer la potestad de facto de “poner y sacar ministros”.

Estado de cosas inadmisible, pero que dentro del contexto en que quedaron abiertas esas posibilidades es a la vez mas que verosímil y explicable.
Situación a la que, y ello corresponde remarcarlo, el gobernador Bordet, enhorabuena le ha puesto fin.

De cualquier manera resultaría corta por lo excesivamente “comedida” la decisión ministerial, si es que, como lo hace presumir la información circulante -en el sentido que por la misma además de disponer la extinción del contrato que daba pie a esa indebida “adscripción”- los adscriptos imputados se limitaran a no solo dejar, obviamente, de percibir indebidamente emolumentos, sino que se los intimara a restituir lo percibido durante la duración de esa “artimaña contractual”.

Es que no es el caso de preguntarse si en el monto a restituir se encuentran los intereses devengados por el dinero indebidamente cobrado, sino que algo que es fundamental es dejar en claro, si además de este celo adecuado respecto al “aspecto patrimonial” de la artimaña, se han puesto en marcha los mecanismos legales –para decirlo más claro, la denuncia y la querella- con el objeto de que sea la justicia la que determine si en lo relatado se está en presencia de un delito.

Y de ser así, que resulten imputados, tanto la beneficiaria de la maniobra, o el contratado, los funcionarios contratantes y los que sin serlo debieran haber estado en conocimiento de esa circunstancia, a la vez que los miembros del sindicato referido, resultan partícipes necesarios o cómplices de esa maniobra.

Y como correlato de todo ello, se nos ocurre que no estaría demás que desde el gobierno se elaboren y sancione “un protocolo de actuación” destinado a precisar la forma en que se debe actuar frente a situaciones de este tipo. Máxime en tiempos como los actuales, en los que desde la administración pública se ha despertado la manía de protocolizar lo que se pueda, haciendo que ella adquiera cierto aire propio de una escribanía.

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