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Messi e Hirohito
Messi e Hirohito
Messi e Hirohito
La película "Sol" de Alexander Sokurov documenta de un modo extraordinario cuán insoportable termina siendo para cualquier ser humano que se lo confunda con un Dios, que se lo trate y se le exijan respuestas cual si fuera una divinidad.

El film revela la vida íntima del emperador japonés Hirohito, a quien su pueblo creía Dios, de "carácter divino". Una vida para nada envidiable.

Como lo comenta el crítico Ricardo Sánchez en el sitio Código Cine, "los planos interiores del Hirohito de Sokurov muestran escenas en las que el emperador es tratado como la deidad que todos creen que es, empezando por sí mismo". Algunos tramos permiten apreciar "cómo el infinito respeto que inspira la figura del emperador se convierte en fuente de pánico y tensión para quienes le asisten en el día a día, que suelen hacerlo envueltos en sudor".

La trama conduce hacia el momento crucial en que se produce algo así como el trance liberador, en el que Hirohito renuncia a su condición de Dios y se abre camino a experimentar -sufrir y gozar a la vez- su propia humanidad.

En uno de los instantes de esa especie de proceso de liberación, dialoga con uno de los sirvientes y le explica que su cuerpo es básicamente semejante al suyo, y por ello efímero, limitado.

Gracias a la educación que recibimos de nuestros mayores, el común de los mortales aprendemos durante la infancia que no somos Dios, aunque -dirá San Agustín- tenemos sed de Él, de lo Absoluto, de lo Infinito, de lo Eterno. En fin, aprendemos -nos enseñan- que no ocupamos el centro del universo, lo que no quiere decir que no tengamos un valor en cuanto persona humana única e irrepetible.

Son los adultos que nos quieren de verdad quienes nos enseñan a reconocer nuestros límites -y de los demás-, a saber experimentar la inevitable -y necesaria- frustración por los resultados adversos, sin que ellos nos frenen para volver a intentar -una y otra vez- reemprender la marcha. Es tarea de la educación ayudarnos a convivir con esa desproporción estructural entre nuestros numerosos defectos y esos deseos de perfección que naturalmente llevamos dentro, que nos movilizan.

La vida de Lionel Messi no se parece en nada a la de Hirohito. Todo parece indicar que es muy sencilla, simple, humana, hecha de familia, esposa, hijos, amigos, emprendimientos comerciales y orientada a su gran pasión: jugar a la pelota. No se ve que su entorno lo trate como los sirvientes lo hacían con el emperador japonés, reverenciado como Dios viviente.

Sin embargo, algo tiene en común con Hirohito: alimentado por medios que fomentan las idolatrías para facturar cifras billonarias, hay un pueblo acostumbrado a mirarlo como alguien sobrehumano que tiene el deber de salvarlo, sin permiso para fallar. O cumple, y entonces se confirma que es Dios, o fracasa y entonces no hay disculpa ni misericordia: no califica siquiera como humano y se vuelve merecedor de la hoguera y el escarnio.

Maradona sintió lo mismo y, tal vez porque no supo o no fue ayudado a encontrar otro modo, buscó escapar de esa trampa del "ser como Dios" a través de la cocaína, del desenfreno, y tantas otras locuras de ese "barrilete cósmico" que en cada aparición pública no puede disimular cuánto necesita llamar la atención, que alguien se acuerde de él, que hablen de él, que lo recuerden.

¿Cómo intenta Messi escaparle a esa misma y maldita trampa idolátrica? ¿Cuál será su "droga"? ¿El mutismo y ese estar pero no estar, ese ser ausente, como si hubiera resuelto irse aunque su cuerpo siga en la cancha? ¿No será esa su forma de rebelarse contra la trampa idolátrica?

En el Barcelona se sabe amado por lo que ya hizo. No tiene asignaturas pendientes. A los hinchas les ha llenado los ojos y el corazón de fútbol durante años, como también nos ha llenado a quienes lo hemos visto por la televisión desde todos los rincones del mundo. Lo logró del único modo en el que puede hacer grandes cosas, en "modo jugando", es decir, en "modo humano", disfrutando como un chiquilín al que le regalan la número 5 para el día de Reyes, casi sin pensar en los resultados, porque ellos vinieron por añadidura.

El Messi de la selección en cambio no "juega" sino que afronta un "deber": deber de salvar no ya a un deporte sino a un país completo. ¡Qué locos estamos! No sé quiénes ni desde cuándo contribuyeron a inocular en nosotros esa pretensión estúpida y disparatada de que el seleccionado tiene por misión construir la "felicidad del pueblo". Y si no gana, entonces es culpable de nuestra infelicidad y se hace acreedor de morir apedreado por los "Caruso" Lombardi o los Jorge Rial.

¡Basta! ¡Bajemos 10 cambios! Paremos con esa locura de andar triturando personas erigiéndolas en "dioses", obligados a no fallar, a quienes ante el primer error los sentenciemos como "demonios", cargando en sus espaldas toda la culpa.

Pero además, ¿de qué nos tienen que salvar Messi y compañía? ¿De la desunión nacional, de que cada vez nos cuesta más convivir, respetarnos, escucharnos? ¿Salvarnos de la deuda social, que mantiene a un tercio de la población sumida en la pobreza extrema en una nación bendecida por toda clase de riquezas naturales? ¿Salvarnos de la corrupción política e institucional y de la desinformación de nuestros medios de in-comunicación? ¿Salvarnos de la crisis educativa, de esa triste realidad de esa mayoría de adolescentes sin terminar la escuela, condenados a un presente y un futuro sin colores?

¿O será que tienen que salvarnos de nosotros mismos, de nuestra inmadurez, de nuestra estupidez, de nuestra falta de compromiso con las verdaderas prioridades y urgencias?
Fuente: El Entre Ríos

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