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El anuncio del supercepo la semana pasada marcó un punto de inflexión. El grueso de los argentinos, como quedó reflejado en todos los medios de comunicación y en las redes sociales, se enojó y con ganas por las nuevas restricciones al cupo de los 200 dólares que todo individuo puede comprar de manera oficial mensualmente. Pero, para los especialistas, la gota que había hecho derramar el vaso era otra.

El único gran y ostensible logro de la reestructuración de la deuda externa soberana había sido el de habilitar al sector privado la posibilidad de acceder al crédito externo en moneda dura. El gobierno, incluido estado nacional y provincias, no va a recuperar la posibilidad de endeudarse en dólares por un tiempo largo. Pero la resolución de este problema si permitía que el mundo empresario accediera a los mercados financieros del mundo otra vez, con la posibilidad cierta de reactivar sus muy postergados planes de inversión.

Cuando el Banco Central anunció también que a partir de ese momento, y hasta el próximo marzo, solo le iba a dar a las empresas hasta el 40% de los dólares que necesitara para pagar obligaciones en dólares que vencieran en ese periodo, cualquier posibilidad de recrear expectativas positivas murió. Repentinamente, de un plumazo, el sector privado se quedaba otra vez sin crédito, obligado ahora a refinanciar como pudiera el 60% restante. Para muchos fue la bolilla que faltaba, y a partir de ahí se inició un camino de derrumbe en bonos, soberanos y corporativos, y de acciones. Y hubo una escalada en el precio del dólar en todas sus formas.

Un error garrafal del Banco Central, más bien de aficionado, y que no sería extraño se revierta en algún momento en el futuro cercano, terminó con la paciencia de propios y extraños. Son muy pocos los países con cepos como el nuestro, -lo que muestra la desconfianza extrema que reina en esta parte del mundo-, pero claramente esta medida no está en el manual de ninguno en el mundo entero. Somos únicos e irrepetibles parece.

Además del desbarranco en el precio de activos que en general son muy ajenos a la gran mayoría de nosotros, comenzó también la salida de depósitos en dólares del sistema bancario. Hay depositados en los bancos más de 17 mil millones de dólares, 70% de los cuales están en manos de individuos. Recordemos que solo en el mes de Agosto cinco millones de personas compraron dólares, con lo que cabe suponer que son los mismos que ahora empezaron su peregrinar hacia el banco para llevárselos a su casa.

La situación del sistema financiero es sólida, es cierto, y en nada se parece a lo que vivimos en tiempos del corralito, cuando los dólares no estaban. Pero no es esa la duda que tiene la gente esta vez; esta vez es desconfianza plena hacia el gobierno, y la creencia de que este podría decidir cambiar los dólares de la gente por pesos y quedárselos. Aunque suene un poco extremo, el gobierno se las ha arreglado para que la gente se convenza de que lo más inimaginable es también posible durante el gobierno de Alberto y el kirchnerismo.

Lo que nos lleva entonces al meollo de la cuestión. Hay desconfianza en el gobierno, muchísima, y este por ahora ofrece una estrategia de aguantar como sea y como se pueda. Una estrategia algo amarrete cuando todavía le quedan más de tres años de mandato y de la que le resultará difícil salir si no logra revertir las expectativas.

Con total sinceridad, hoy parece casi imposible que la administración de los Fernández pueda hacer precisamente eso, iniciar un círculo virtuoso, sin devaluar, presentar un plan económico ordenado y coherente y cambiar a buena parte del elenco ministerial que acompaña a Alberto. Los errores no forzados han sido tantos, la desconexión con la realidad tan marcada, la posibilidad de un buen diagnóstico tan limitada, que nada hace suponer logren darla vuelta haciendo más de lo mismo.

Mientras tanto, el presupuesto presentado esta semana es poco creíble y nuestra conducción económica insiste en pintarnos una realidad que no existe. La inflación reprimida es enorme, y uno no puede sino dudar respecto de las posibilidades de reducir el déficit a solo 4.5% el año próximo, sobre todo cuando observa la poca capacidad de rebote de la economía y cierta rebelión fiscal que se percibe en el aire. Hoy lo último que la gente hace es pagar impuestos y eso se verá reflejado eventualmente en una emisión monetaria más alta de la que se anticipa. Y ese exceso de pesos, con la simultánea falta de dólares, nos terminará empujando a un lugar donde el gobierno se resiste a ir. El de la devaluación.

En definitiva, esto que hoy estamos viviendo más tarde o más temprano termina en una gran devaluación. Tal vez ese sea el punto de partida para encarar un camino de reconstrucción donde sí haya posibilidades de éxito. Mientras tanto, poco se puede esperar, salvo más errores no forzados, o goles en contra -como prefiera se los llame-, los que deberían acelerar un proceso de deterioro económico del que hoy no se ve salida. Para peor de males, nos seguimos resistiendo a aceptar aquello de que la noción pospandemia tiene que ver con algún momento allá adelante en un futuro tal vez no tan cercano, y que nuestro momento es el hoy, donde debemos aprender a convivir con ella.
Fuente: El Entre Ríos

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