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La selva del Amazonas está sufriendo una gran oleada de incendios, con alrededor de 40.000 focos activos en la última semana. En el último año, los incendios en esta zona han aumentado más de un 80%. Cobra especial magnitud esta situación, cuando se cae en la cuenta de que el Amazonas representa el mayor pulmón verde del planeta: genera el 20% del oxígeno a nivel mundial.

Más allá de lo ocurrido, llamó la atención del público en general la declaración de Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, quien el pasado jueves acusó a las ONG de provocar los incendios para derribarlo. Esto no sorprende si recordamos los previos dichos del mandatario, quien en su momento ha afirmado “entiendo la necesidad de preservar, pero la psicosis ambiental se ha acabado conmigo”.

Ante el revuelo y las repercusiones negativas de sus comentarios, que incluyeron amenazas por parte del presidente de Francia, Emmanuel Macron, de no aprobar el acuerdo UE-Mercosur si no se remediaba esta catástrofe, el presidente brasileño salió a retractarse este domingo. Acusó en su cuenta de Twitter: “somos una de las democracias más grandes del mundo, comprometidos con la protección ambiental y respetamos la soberanía de cada país”.

Estas contradicciones en sus declaraciones, sin dudas, levantan sospechas. ¿Cómo puede cambiar su postura en tan poco tiempo? ¿Tuvo un episodio de amnesia? ¿O, quizás, forma parte de una estrategia para conformar a la opinión pública, habida cuenta de que la quema de selvas es una manera de ampliar la frontera de territorios cultivables? Aquí sobresale la relación de tensión entre el desarrollo económico y la preservación del medio ambiente.

Desde hace muchas décadas, en nuestras latitudes ha predominado un modelo sostenido en la explotación de la naturaleza (ya sea desde el gas hasta la soja y la minería) y anclado en lógicas de extracción indiscriminada de recursos naturales. En este modelo, las empresas transnacionales son las líderes, y el Estado es funcional a dicha dinámica, con regulaciones y controles acotados.

Bajo los gobiernos progresistas de principios de siglo XXI (léase los Kirchner en Argentina, Lula en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, la primera etapa de Tabaré Vázquez en Uruguay, por mencionar algunos) esta lógica continuó, pero con una ligera modificación: el Estado buscó captar mayores proporciones de las ganancias generadas por las multinacionales, con tributos y regalías más altos.

¿Qué hicieron con este excedente? Se permitió recaudar fondos que son utilizados en programas de lucha contra la pobreza. Ejemplos de esto son la bolsa Juancito Pinto y Juana Azurduy en Bolivia, la Bolsa Família en Brasil y la AUH en la Argentina. Este modelo fue bautizado por Eduardo Gudynas, experto en la temática, como “neoextractivismo progresista”. El bienestar está basado en la compensación económica, y entraña en sí mismo un círculo vicioso: los planes contra la pobreza requieren nuevos proyectos extractivistas, y estos generan nuevos impactos sociales y ambientales que requerirán de futuras compensaciones.

Cabe destacar que esta lógica continúa hasta la actualidad, ya que los programas de redistribución de excedentes económicos continúan vigentes en países como el nuestro. ¿Cuál es el problema? Estos modelos generan equilibrios frágiles, ya que se depende casi exclusivamente del precio de los commodities (materias primas) para sustentarse. Lo único claro es que hay un damnificado exclusivo: el medio ambiente, ya que, como bien resaltaba más arriba, se requiere ocupar porciones cada vez más cuantiosas de territorio para reproducir las condiciones económicas de los Estados latinoamericanos.

Estamos, en palabras de MaristellaSvampa, ante un “Consenso de los Commodities”, un modelo basado en la exportación de bienes primarios a gran escala. Este estilo de desarrollo neoextractivista con ventajas comparativas genera nuevas asimetrías y conflictos sociales, económicos, ambientales ypolítico-culturales. Esta conflictividad, según la autora, marca la apertura de un nuevo ciclo de luchas, centradas en la defensa del territorio y del ambiente.

En conclusión, como ciudadanos nos corresponde plantearnos esta tensión entre desarrollo y conservación de nuestro planeta, ya que estamos cada vez más cerca del punto de no retorno: tenemos hasta 2030 para evitar un aumento de 3 grados centígrados en la temperatura global. Eso implicaría la extinción total de los arrecifes de coral, diez millones de personas más expuestas a inundaciones, cada vez menos zonas aptas para el cultivo de cereales... Estamos a tiempo de evitar lo que reza el proverbio aborigen Cree:

"Cuando el último árbol sea cortado, el último río envenenado, el último pez pescado, sólo entonces el hombre descubrirá que el dinero no se come".

Estamos a tiempo. Actuemos ahora.
Fuente: El Entre Ríos.

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