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No sé sí las plagas de Egipto fueron, en tiempos antiquísimos dos, diez o siete. Pero con toda seguridad entre ellas estaban las langostas. Las de tierra, o sea insectos. No las de mar que son un manjar, solo accesible a paladares, sino exquisitos, al menos de billetera grande y generosa.

Por nuestra parte, de plagas los argentinos sabemos mucho. Y no solo los chacareros. Y las contamos por cientos, aunque habrá quien fanfarronee hablando de que son miles.

Pero de las langostas sabemos poco y nada. Salvo por haberlas visto en algún grabado. O por casualidad haber sido sorprendidos por una tucura, que según me dice en realidad no es otra cosa que una prima hermana de ellas, pero con apariencia inocente.

Ahora me he anoticiado que a las langostas, las verdaderas y que no se comen, podemos -en cualquier momento- volver a verlas. Como en los tiempos de los abuelos de nuestros abuelos. Cuando llegaban en mangas, que tornaban el día en noche, eclipsado el sol. Y que una vez instaladas, luego de desovar, nos llenaban con sus crías. A las que se las conocía por "saltonas". Porque no dejaban de saltar. Y de comer. De todo, hasta las cortinas de las casas, sin dejar hasta descortezar los árboles. Con la sola excepción de los paraísos. A los que no atacaban no por encontrarlos amigables, sino por repulsivos.

De donde solo queda esperar una visita fallida. Porque no son bienvenidas. Y ya de plagas estamos hasta el mismísimo cogote, o sea lo que de una manera más formalmente adecuada conocemos como cuello. Aunque pase lo que pase, siempre nos quedará el consuelo de exclamar: "¿qué le hace una mancha más al tigre?". Por más que no sabemos si en realidad lo somos.
Fuente: El Entre Ríos (edición impresa)

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